La ciudad de los perros
Si no corregimos esto nos tocará ladrar para que nos tomen en cuenta
El aullar profundo del can encadenado se mezcla con el fervor de la gente que camina apresurada a cumplir su deber, carros suben y bajan, indigentes cuelgan y ventilan su angustia en el cordel de la miseria. La ciudad se debate entre inseguridad y desesperanza. El título La ciudad de los perros puede parecer peyorativo, novelesco, pero en ella los humanos viven con ojos hasta en la nuca. La sombra del crimen organizado acosa por un lado, y por el otro la mentira del político, que va fabricando miseria para traficar con ella. A las autoridades de control no les pasa la borrachera que produce el poder, se sumergen en el cuento y lo lanzan como fábula para esconder actos que riñen con la moral y buenas costumbres. La indigencia de a poco se va convirtiendo en oficio, el desempleo en escalada mortal, el descontrol toma posesión mientras el sonido insondable que llama a la anarquía va afinando bemoles. En esta ciudad, los perros aunque no sufragan tienen mayor ventaja, la alcaldesa vive preocupada por ellos, y está bien, pero ha olvidado a los niños que se pierden en la droga, a los ancianos que no son tomados en cuenta por los buseteros, a los vendedores informales que por buscar el pan para sus hijos son apaleados con orden suya. La ciudad crece y en desorden. El circo es importante, más aún en tiempos de campaña. La ciudad de los perros es el botón de muestra del subdesarrollo político que nos arropa. Si no corregimos esto nos tocará ladrar para que nos tomen en cuenta.
Juan Francisco Idrovo Martínez