Indignación contra la pederastia
La pederastia ha sido práctica común en las sociedades. Hay pederastas en las familias; abusadores pervertidos que aprovechan la confianza y cariño de los niños para dar rienda suelta a su desviación sexual. También hay pederastia en maestros que aprovechan la confianza de los padres. Pero la más aberrante es la que cometen quienes se aprovechan del temor a Dios que ellos mismos difunden, para incitar a niños a ceder a sus pervertidas pretensiones, así como el abuso de niños por parte de mayores que están obligados a darles protección, cariño o enseñanza. Es la peor degradación del ser humano. El ocultamiento, la complicidad es un pecado igual o peor que el abuso mismo: permite la multiplicación del acto. Las autoridades encargadas de velar por el correcto comportamiento de los mayores que se relacionan con niños no pueden socapar estos hechos, bajo ningún concepto, como se hizo en Ecuador durante los diez años de revolución ciudadana. Las autoridades eclesiásticas no pueden mirar indiferentes los abusos a niños, ni las familias hacer oídos sordos y ojos ciegos cuando se producen estos abusos en el seno familiar. Un niño abusado queda destrozado en su mente y se puede convertir en delincuente como respuesta, o en abusador, apegándose a las drogas o al alcohol para olvidar, o en asesino, o en muchas otras cosas. No hay nada peor que la tormentosa muerte en vida causada por el abuso sexual a un niño. La formación sacerdotal o pastoral de cualquier credo religioso, o de maestros, o la familiar, debería prevenir estos actos y condenarlos severamente. Los castigos deben ser ejemplarizadores, capaces de separar para siempre a los perpetradores de este tipo de crímenes de sus actividades y de la sociedad misma. No debe haber atenuantes de ningún tipo para estos criminales. Se los debe proscribir para siempre, encerrarlos en una cárcel de donde no puedan salir nunca. No se trata de respetar el derecho humano de un miserable pervertido, sino de salvar a la niñez de un castigo permanente.
Ing. José M. Jalil Haas