La decadencia de la Conaie
¿Qué queda de la comparecencia de los dirigentes indígenas ante la comisión parlamentaria que investiga el paro nacional?
El cinismo de Jaime Vargas. La desfachatez con que reduce a broma los hechos más dramáticos y violentos (y costosos para el país) de unas jornadas que hicieron tambalear la democracia. La cobardía con que elude sus responsabilidades,
La beligerancia de Leonidas Iza. La superioridad moral -que en su caso es ideológica y es étnica- con que se dirige al país a través de sus legítimos representantes. La violencia no disimulada que encierra su discurso. Su desprecio por la sociedad no indígena, a la que se ha propuesto, en sus propias palabras, “alfabetizar”, porque está llena de ignorantes, de estúpidos, de zombis. Su racismo, digámoslo de una vez, si es que los académicos del poscolonialismo y los guardianes de la corrección política no prohíben el uso de ese término aplicado a alguien que, como él, pertenece a un grupo social que continúa discriminado y explotado.
El relevo generacional en la Conaie resultó una desgracia para el país y para el movimiento indígena. Esa organización admirable, que surgió como una respuesta cultural de resistencia pacífica ante la segregación en los años ochenta, cuando las poblaciones indígenas de otros países (México, por ejemplo) no encontraban otra alternativa que liarse a balazos contra el Estado; esa organización que supo desmarcarse de una izquierda que seguía empantanada en el debate bizantino de si los indígenas son proletarios o no, son “clase revolucionaria” o no, y propuso un cambio de paradigma, audaz, visionario y posmoderno, que se convirtió en ejemplo para América Latina; esa organización que, en el gran levantamiento del año 90 supo administrar con sabiduría la estrategia del palo y la zanahoria, logró forzar un diálogo sin precedentes históricos con el gobierno y... ¡dialogó!, y cambió al país para siempre y para bien; esa organización que dio el salto, también sin precedentes en la historia de América Latina, a la participación política formal, que constituyó un brazo político (Pachakutik) y adquirió dimensiones auténticamente nacionales con la inclusión de la sociedad mestiza en su plataforma; ese movimiento que logró todo eso y más gracias a la brillantez de una dirigencia sensata y dialogante, hoy está en manos de un puñado de talibanes de escasa formación política y referentes intelectuales senderistas. Gente violenta, peligrosa, como Jaime Vargas y Leonidas Iza.
Es el resultado de haber acunado en su seno, durante años, a grupos violentos admiradores de Abimael Guzmán, maoístas, Mariáteguis, Vientos del Pueblo y otras hierbas similares; gente que, camuflada en organismos defensores de los derechos humanos o en medios de comunicación comunitarios y alternativos, ha vivido del goteo de recursos económicos provenientes de oenegés internacionales; gente que, finalmente, terminó alzándose con la dirigencia y hoy no tiene a nadie que los pare.
Da grima ver a los Izas y a los Vargas y a todas las izquierdas cómplices que les sirven de comparsas hacerse los desentendidos cuando se les habla de violencia, oírlos culpar a supuestos infiltrados que conocen perfectamente porque les dieron de comer y les arroparon y hoy (habida cuenta su profunda deshonestidad intelectual) no tienen más remedio que encubrir.
Alguien tiene que decirlo. Alguien tiene que hacerse cargo de este debate sin correr el riesgo de ser tachado de racista. Porque el relevo generacional de la Conaie es un desastre y es un peligro. Y nos concierne a todos.