Andrés Isch: Cabeza de chorlito
Esperemos que sea un ejemplo para jamás volver a ese rumbo
Después de que los cocodrilos se han dado un festín a costa de otros animales, descansan al sol con la seguridad que les da la brutal fuerza de sus mandíbulas. Ahí es cuando llegan los chorlitos, pequeñas aves que picotean entre los enormes dientes para rescatar algún pedazo de comida, mientras hacen turnos con otros que permanecen en los árboles y que con su canto alertan a los cocodrilos de cualquier peligro.
Quizás la expresión “cabeza de chorlito” venga de allí, de la insensatez de someterse a feroz depredador a cambio de migajas. Y quizás ese sea un mal de la mayor parte de este continente pues en cada década podemos encontrar casos de pueblos no solo sometidos sino sobre todo complacientes con sanguinarias dictaduras. Si bien Cuba, Nicaragua y Venezuela son relatos vivos de crueles narcodictaduras que cuentan con todo un aparataje para lavarles la cara, también sobran ejemplos de real veneración en amplios sectores a monstruos como Trujillo, Noriega o Somoza. Hay una élite política engordándose a costa del sufrimiento de millones y una gruesa capa burocrática y social que navega entre sus colmillos, cuidando de no caer en desgracia con sus caudillos a cambio de sobras.
Esta cruel relación entre gobernantes y gobernados se conoce como el síndrome de Estocolmo doméstico. Agradecen que quien tiene poder absoluto sobre ellos reparta limosna y que la maldad se ensañe contra terceros y no contra ellos.
Deberíamos preguntarnos por qué nuestros pueblos están tan propensos a caer bajo el influjo de tiranos como Chávez o Maduro, que además de corruptos y violadores seriales de derechos también han sido absolutamente incapaces de administrar la cosa pública, condenando a la pobreza a millones de personas. Hay una responsabilidad compartida entre quienes valoramos la democracia, las élites intelectuales y económicas, así como de la clase política en general por no haber sido capaces de señalar un norte común que genere esperanza y conduzca al desarrollo. Hoy, después de dos décadas, parece que esa esperanza puede sobrevivir en Venezuela. Esperemos que sea un ejemplo para jamás volver a ese rumbo.