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Arturo Moscoso Moreno | Un país enmarañado

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La burocracia, con su exceso de formalidades, no solo engorda el Estado, sino también los bolsillos de los corruptos

Hace poco emprendí la odisea de hacer un trámite en un ministerio. Todo parecía ir bien. La funcionaria encargada, doña Carmen –de esas almas raras que saben lo que hacen y hasta sonríen–, llevaba algunos días avanzando en mi caso con destreza e incluso humor. Pero, como en todo buen drama, llegó el giro inesperado: Carmen ya no está.

“¿Qué pasó con Carmen?”, pregunté al nuevo encargado, un joven que revisaba su celular mientras que, sin ponerme mucha atención, intentaba explicarme, con más dudas que certezas, que mi trámite seguía en “revisión”. Resulta que a Carmen la sacaron. Sin más. ¿El motivo? Quizás no cumplía con los estándares del ministerio, esos que priorizan la lealtad política o la afinidad personal sobre cualquier noción de mérito.

En las democracias sólidas la burocracia es el esqueleto que sostiene su funcionamiento. Cuando está profesionalizada y es políticamente neutral, es una garantía contra la corrupción, no su combustible. Pero en un país donde la improvisación y el clientelismo sustituyen la técnica, terminamos aceptando lo que no deberíamos: un sistema que fomenta la ineficiencia y castiga la excelencia, y un Estado que no atiende a sus ciudadanos debidamente.

Y mientras tanto, mi trámite se estanca. El nuevo encargado, que apenas entiende el proceso, me sugiere “tener paciencia” o tal vez, “volver a presentar los papeles”. Claro, en este sistema lleno de trabas, cada trámite innecesario, cada sello que exige un nuevo papel, es una oportunidad para lubricar las ruedas del sistema con un favorcito o un billetito.

Así es como perpetuamos el ciclo. La burocracia, con su exceso de formalidades, no solo engorda el Estado, sino también los bolsillos de los corruptos. Nosotros, los usuarios, lo justificamos: “Es que si no, no se hace nada”. Y así, con un guiño cómplice al sistema, normalizamos lo anormal.

Al final, mi trámite sigue en el limbo. Carmen sigue fuera. Y el Ecuador, como siempre, permanece atrapado en su propio enredo: un país enmarañado, donde esperamos un sello que nunca llega o una firma que nunca se estampa.