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Bernardo Tobar Carrión | Los hijos del yugo

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La deformación mental ya es otra cosa; no se cura con decreto, consulta popular ni se corrige de la noche a la mañana

Esto de los derechos es artimaña socialista que escamotea las matemáticas del asunto: pocos contribuyentes han de pagar las exigencias gratuitas de una mayoría de infatuados. Han creído a pie juntillas la retórica constitucional según la cual el Estado ha de garantizarles el buen vivir, que incluye agua, alimentación, educación, vivienda, trabajo, seguridad social, hasta ocio y esparcimiento lúdico, entre un centenar de derechos infinitos en su formulación conceptual. Ni los hijos de un jeque árabe han de tener tanto bienestar jurídicamente asegurado como los hijos del suelo que soberbio el Pichincha decora.

¿Acaso hay más trabajo, electricidad o seguridad porque lo prometa una norma? Lo único cierto son las exacciones, muy concretas y en aumento, así como la clientela cautiva y sus votos, a millares surgir, hasta consolidar un nuevo yugo totalitario. Y pensar que no faltó el iluso útil a los estatistas, que en Montecristi escribía convencido estos textos como si brotaran como hongos silvestres los fondos para costear el desvarío febril del igualitarismo, sin percatarse de que la novelería del Estado de derechos y justicia es la antinomia del Estado de derecho.

El problema mayor, sin embargo, es más idiosincrático que jurídico, porque en esta patria digna, soberana y políticamente subnormal, cuyo imperio de la ley fue defenestrado por el ‘sumak kawsay’ e incinerado en los paros criminales de 2019 y 2022, las constituciones han tenido nueve años de vida en promedio y también le llegará pronto la hora al bodrio del 2008, aprobado con textos alterados y merced a la manipulación canina de masas: pocos ladridos al paso del enemigo fabricado mutan en jauría ensordecedora, por inercia. La deformación mental ya es otra cosa; no se cura con decreto, consulta popular ni se corrige de la noche a la mañana. En la cultura de los derechos, envés del igualitarismo, no tiene cabida el mérito, la superación individual, la emancipación del ciudadano que se hace responsable de su propio destino, que asume el gobierno de sí mismo, como clamaba Kant. Es la cultura en la que el pan no se gana con el sudor de la propia frente, sino que se exige a costa del resudor ajeno, y donde prevalecen, enaltecidos por los oropeles del canon colectivista, la mediocridad, el victimismo, la lógica parasitaria del que prefiere la falsa seguridad del yugo estatal a los riesgos de la autonomía.