Bernardo Tobar Carrión: Poner el cascabel al gato
Pasando de las grandes obras a servicios cotidianos, una división de un predio, una aprobación de planos, una corrección de registros catastrales...
Urge una reducción épica de un Estado mastodóntico. Muestra representativa: el Municipio de Quito, un elefante en una cristalería. Uno de 245 gobiernos seccionales con el mismo problema estructural.
¿Cuánto tardan las administraciones municipales en materializar una obra de relevancia general, desde que se licita hasta que se inaugura? El Metro de Quito, a pesar de gestarse en una época de despilfarro y marginal oposición política, demoró 13 años, que incluyen un limbo innecesario -y por el que nadie ha rendido cuentas- para resolver trampas jurídicas de fabricación propia. Y salvo esta obra, nada mayor se ha concretado en materia de vialidad o transporte en más de una década. La Ruta Viva, inaugurada en 2013, siete años después del túnel Guayasamín, y éste, dos décadas después de la Simón Bolívar, agotan, con alguna intervención adicional, un repertorio diminuto en comparación con las demandas de movilidad de la ciudad capital. Pasando de las grandes obras a servicios cotidianos, una división de un predio, una aprobación de planos, una corrección de registros catastrales, asuntos que deberían demorar días, toman años.
En resumen, un municipio que está lejos de justificar su existencia, pero sigue creciendo en nómina y gasto, rubros que en 2022 fueron, en números gruesos, el doble que los del Municipio de Guayaquil, que tiene una población comparable. Y tampoco éste ha sido ejemplo, salvo aisladas alcaldías.
Causas próximas de este esquema costosísimo y mayormente inútil de la gestión estatal incluyen la promiscuidad regulatoria y la estafa del control. Aquella produjo un caótico y ambiguo entramado normativo, que dificulta el camino de quienes van derecho, pero incentiva a los traficantes de facilidades y a quienes optan por el atajo. Hijo de este desenfreno normativo es el ruin permiso previo, que traba libertades y derechos, provoca un desperdicio de tiempo, energía y recursos y posterga o aniquila oportunidades de inversión y empleo, sin ningún beneficio que no sea el crecimiento parasitario de sus administradores.
Ante la quiebra fiscal, es la oportunidad de poner el cascabel al gato: seleccionar y mantener solo procesos, competencias y entidades financieramente viables y que contribuyan en la práctica -no en la ideología- al bien común, y simplificarlos. Lo demás, al tacho. Si el Estado no es el marco que viabiliza esta limpieza, tampoco se justifica.