Bernardo Tobar | Esencia de Occidente
Si alguna reflexión concita, es cuán acertado andaba el poeta Keats al advertir que la verdad es belleza
Por neutralidad religiosa -pura hipocresía, según quedó en evidencia-, los organizadores de los juegos olímpicos prohibieron a un surfista brasileño usar una tabla con la imagen de Cristo Redentor, mientras convertían París, a guisa de tolerancia, en teatro de vulgaridades y escenas indigestas, cuyo plato fuerte, una parodia nefanda y travestida de la Última Cena de da Vinci, ha dejado en mal predicamento no solo a sus autores y cómplices, sino también a una sociedad que se ha prestado, por acción o indiferencia, a la consumación de semejante ensamble vómico.
La Francia de la Belle Epoque, de los enciclopedistas, de la Ilustración, del vuelo filosófico de Descartes, el pincel vibrante de Delacroix, el verbo rítmico de Flaubert, la voluptuosidad de un Moulin Rouge, ya no exporta estatuas de la libertad, ideas vanguardistas ni buen gusto. La mojiganga que montaron, ya provenga de inocente carencia artística, desubicada inspiración dionisíaca o calculada burla a una mayoría creyente, es un alarido estridente, muletilla gastada y coletazo agónico de una facción cultural que se ahoga en su propia banalidad, afeando de paso la causa que dice promover. Si alguna reflexión concita, es cuán acertado andaba el poeta Keats al advertir que la verdad es belleza y la belleza es verdad. Ya no en la Ciudad Luz.
El problema de fondo, sin embargo, no es que la tierra que acunó la Orden del Temple e hizo del refinamiento su principal franquicia inaugure un evento mundial con estampas más propias de Sodoma y Gomorra que de las celebraciones religiosas en la antigua Olimpia, ni es la burocracia progre que ha hecho hasta de las citas deportivas púlpito secular para indoctrinar; es que la civilización Occidental, cuya historia adquiere sustancia, forma y color sobre el lienzo de la cristiandad, se ha acomodado en el silencio y la inacción en lugar de defender con firmeza y transmitir con convicción a sus hijos los valores milenarios de su cultura, empresa que exige más acciones y compromiso que el folclor religioso y sus rituales. La ironía probable es que este espectáculo inaugural, incivil en ética y vil en estética, que hubiera pasado desapercibido en otro momento y lugar, encienda la llama de la libertad religiosa, la que negaron al surfista devoto. No hará falta enarbolar la espada templaria, pero no bastará la misa dominical para superar la confusión identitaria del mundo libre.