Bernardo Tobar | Esa generación
Se valoraba el respeto, las buenas maneras, la propiedad idiomática, el saludo mirando a los ojos, el logro honrado
No había espacio ni momento para lamentaciones, pánico escénico, carencia de concentración ni para esas enfermedades tan de moda hoy como el estrés o el lujo de sentirse ofendido por si acaso. Los problemas eran más concretos, como las personas que los enfrentaban. La mayoría debía caminar a la escuela, bajo la lluvia si se terciaba, y encajar la autoridad de los profesores, que no se andaban con tiento para no magullar egos hipertrofiados o sensibilidades impostadas. Si alguien fastidiaba más de lo debido, pasábase en el recreo a fase de hostias que, sin importar quién las daba o las recibía, zanjaba el asunto sin escándalos ni estelas judiciales. El cargamontón era cobardía intolerable. Ojos morados, sacrificios, caídas académicas, castigos, eran parte del aprendizaje de una generación que adquiría sentido de calle y responsabilidad desde muy temprano, esa calle por donde discurre la vida, el esfuerzo, el romance, la fiesta, el propósito de vida, canal existencial hoy suplantado por la autopista digital y sus fruslerías.
Ya de vuelta en casa, nadie preguntaba qué quiere de cenar el niño, no había entregas de precocidos a la orden de un clic, ni se ponía la madre a escribirle los deberes al pobrecito, tan cansado que ha de estar. Se comía lo que había, maniobrando los bártulos de mesa según el canon, dando gracias y vaciando el plato. La patria potestad no tenía que justificarse, ni tampoco su moral o sus límites. La familia no era anticuada ni moderna; era familia y con eso bastaba, con abuelos residiendo en casa de los hijos y no en un geriátrico, sin importar los aprietos económicos de los anfitriones. Se valoraba el respeto, las buenas maneras, la propiedad idiomática, el saludo mirando a los ojos, el logro honrado, el liderazgo cívico. Nadie anteponía sus derechos, que se tenían como consecuencia del deber cumplido, del sudor de la propia frente. No había lugar para los quejicas, los blandos, los activistas, los del buen vivir a costa de tributos ajenos. Los vagos perdían el año y los estudiosos eran condecorados, sin premio consuelo, igualatorio, para los mediocres. Había transgresiones, como las hay desde Adán, pero no se estilaba echarle la culpa a Eva; se asumían las consecuencias.
Esa fue la generación de los nacidos en la primera mitad del siglo pasado, hornada sin etiqueta x, acrónimos ni chorradas semejantes. Admirable como pocas.