El gran inquisidor

Acertado y anticipado retrato de la cultura que alimenta el Estado de bienestar el de este pensador ruso
En el El gran inquisidor, Dostoyevksi imagina un diálogo entre un anciano sacerdote del siglo XVI con Dios, quien ha decidido bajar nuevamente en forma humana a la ciudad de Sevilla; allí resucita a una niña y derrama amor mientras el Santo Oficio alimentaba las hogueras con los cuerpos de los infieles. El inquisidor, importunado por la inesperada presencia de Dios, que puede dar al traste con el monopolio del pecado, el castigo y el perdón que administran sus representantes en la Tierra, le hace tomar preso y le condena.
En la celda, el inquisidor le cuestiona a Dios haber confiado en que los hombres apreciarían la libertad y la ejercerían a plenitud y le pregunta: "¿es que no pensaste que [el hombre] acabaría rechazando y poniendo en tela de juicio tu propia imagen y tu verdad, si lo cargabas con peso tan terrible como la libertad de elección?", cuando lo cierto es que ante la factura existencial que supone producir y distribuir el pan de la Tierra "acabarán por traer su libertad y echarla a nuestros pies y decirnos: 'Mejor será que nos impongáis vuestro yugo, pero dadnos de comer'."
Acertado y anticipado retrato de la cultura que alimenta el Estado de bienestar el de este pensador ruso. Es la dinámica psicológica de las personas que descargan sus culpas y ponen su redención en manos de la autoridad, que les traza el camino de la salvación y garantiza el pan de cada día. Es el seguro contra la adversidad -en palabras de Bauman-, en esta figura del Estado social que vino a sustituir en la era contemporánea a la Iglesia en su función de guía y salvación. No es coincidencia que las cartas políticas modernas se parezcan más a un credo que a una pieza de derecho. Kant llamó a esta condición humana el estado de 'minoría de edad', en el cual la persona ha resignado a ejercer el gobierno de sí misma. Bien decía Erich Fromm que junto al ansia de libertad coexiste en la naturaleza humana un impulso de sumisión. Los autoritarismos y totalitarismos no se pueden explicar solo por la imposición violenta o la engañifa del populismo; se explican, sobre todo, por el miedo a la libertad que, por acción u omisión, vuelve a las poblaciones cómplices cuando no protagonistas de su situación de servidumbre.