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Bernardo Tobar | Juegan con fuego

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...aquí buena parte del electorado sigue seducida por los cómplices de Venezuela

El pueblo, esa masa anónima, aglutinada apenas bajo la ilusión de una bandera, elige gobernantes. Y lo hace casi siempre con el acierto de un impúber sin memoria y sin hacerse cargo de nada si las cosas se tuercen. Por eso el Ecuador vuelve a estar, por enésima vez, al filo del despeñadero, de cara al abismo donde se puede esfumar la libertad, el dólar y la alternabilidad democrática. Cuando Occidente se sacude de la estafa socialista y prende una cruzada libertaria, aquí buena parte del electorado sigue seducida por los cómplices de Venezuela, como si fuera ignorante de su tragedia o, peor aún, tan idiota que no ve las conexiones obvias.

Ecuador no es un narcoestado o está en riesgo de serlo porque los capos hayan aparecido en la fiesta sin invitación, cual manchas de humedad en la pared, colándose tras bastidores. El caudillo, ahora prófugo, fue claro desde el inicio en sus simpatías, ¿o ya se olvidó Angostura o el encuentro de terroristas en la Casa de la Cultura bajo su primer mandato? Sin embargo, el elector promedio siguió votándolo varias veces. ¡Ahora se queja de la inseguridad!

Cargamos las tintas sobre los actores políticos, pero los elegidos son un reflejo de sus electores, de sus taras y limitaciones. Los candidatos venden basura intelectual, humo y espejos, porque hay un público que los compra. No siempre fue así; recuerdo a Febres-Cordero y Borja confrontar las tesis liberales de la escuela de Chicago con las ideas Keynesianas, en un debate que terminó definiendo un apretado balotaje. Y el Ecuador profundo era más profundo y pobre que el actual. Aun a la audiencia iletrada, ajena quizás al toque válido de la esgrima teórica, el intercambio le habrá revelado el carácter, la capacidad argumental, la conexión con la realidad de los candidatos.

Juega con fuego quien no indaga u olvida el antecedente e identidad política de un candidato. Esto le puede parecer secundario y etéreo al votante promedio, cuyo camino discurre por el barro del país profundo. Hasta que ya no camine más, víctima del fuego cruzado de las bandas; hasta que ya no pueda sacudirse del yugo totalitario ni ubicar a un familiar desaparecido tras una opinión incómoda al tirano o una protesta callejera, como en Cuba o Venezuela; hasta que el birlibirloque socialista convierta sus pocos dólares en un nuevo y empobrecedor sucre. Entonces ya no tendrá ni el derecho a quejarse.