Bernardo Tobar: La moral de la izquierda
No es coincidencia que todos los nombrados sean notorios heraldos y asiduos operadores del socialismo
Si no lo estaba ya, con el indulto en plancha a su hijo se ha condenado Biden, junto a su partido, a dejar la Casa Blanca por la puerta trasera. Ya no extraña que haya usado ese privilegio luego de afirmar reiteradamente que no lo haría, incoherencia que se ha vuelto habitual en el campo demócrata; llama más la atención el período que cubre, pues en 2014, año al que se retrotrae la indulgencia, hubo golpe de Estado en Ucrania y se concretaron los vínculos del indultado con ese país; lo demás es historia. Es la primera vez que un presidente norteamericano evita que un pariente directo rinda cuentas a la justicia penal y que tal pariente necesita tabla de salvación semejante.
A pesar de que en el último período se ha puesto en evidencia que también en Washington D.C. se cuecen habas, que una estructura oculta al escrutinio público mueve los hilos del poder, la administración de justicia destaca por su solidez institucional e independencia. Así lo han refrendado los fallos adversos al ‘establishment’, que pretendió por la vía judicial eliminar del juego político a un adversario. Biden, sin embargo, acusó al sistema de procesamiento injusto y selectivo para justificar el indulto, añadiendo sal a la herida institucional: cuestionar la imparcialidad del sistema judicial.
Es grave síntoma de la degradación de Occidente que el abuso de poder y la manipulación política de las instituciones, otrora patrimonio tercermundista, propio de la España de Sánchez, el México de AMLO, la Venezuela de Maduro, el Brasil de Lula o la otrora no república de Correa, se ejerza sin pudor en la capital mundial de la democracia. No es coincidencia que todos los nombrados sean notorios heraldos y asiduos operadores del socialismo, que en esencia funciona como un credo, una religión secular que suscita y exige adhesiones ciegas, que castiga el pensamiento crítico, que reniega de la evidencia histórica y sigue forzando dogmas fracasados, cuyos seguidores aplauden o al menos se resignan a los delitos de sus líderes como una suerte de reparación merecida, aunque no les lleguen ni las migajas. En la mentalidad de los excluidos -deformación psicológica antes que condición social-, llegar al poder y usarlo para enriquecerse, aplastar al que piensa distinto, vengarse del enemigo fabricado, es un imperativo de rango teológico, no un delito por el que deban responder bajo la ley.