Bernardo Tobar | ¿Políticos en la capital?
La política debería ser un ejercicio reservado a quien remonta ese sistema de códigos no escritos
Interesante cuestión ha planteado Martín Pallares: Samborondón, junto al manso Guayas, concentra riqueza y personajes con activa presencia política, mientras la parroquia equivalente de Pichincha brilla por su ausencia. Intentemos alguna hipótesis, pues respuestas las tendrá, si acaso, Santa Marianita, la que vaticinó un Ecuador destruido por malos gobiernos.
Aunque no se note por el carácter menos ostentoso del serrano y su loable desdén al ‘nouveau riche’, que algo aplaca el exhibicionismo de activos blanqueados, sí hay ricos en el altiplano, tanto que Quito aportó 2,4 veces más que Guayaquil en impuesto a la renta personal en 2023. En la San Franciscana ciudad y sus parroquias más lustrosas hay capital y liderazgo. No obstante, desde el retorno a la democracia, candidatos de Guayaquil han ganado ocho elecciones presidenciales, en tanto los quiteños, de nacimiento o adopción temprana, registran tres, apenas una en los últimos 20 años.
No es falta de interés o postulantes. Si la influencia política de Guayaquil se concentra en Samborondón, lo de Quito es dispersión y agarra lo que puedas, incluidos fondos públicos electorales, pues cualquier hijo de vecino se siente con derecho a ocupar el sillón de Rocafuerte, para bien o para mal. Más bien para mal, pues la profusión de candidatos recuerda a gallinas decapitadas corriendo sin destino, pero corriendo. En el Puerto Principal la opción presidencial parece más selectiva, sujeta a la venia de los clanes influyentes, dos y medio a lo sumo. Válido fenómeno si la preeminencia es meritoria, pues una sociedad intelectualmente pujante respeta y emula a sus élites, que por algo lo son. La salud colectiva no pasa por atacar la superioridad, sino por aspirar a excederla en su propio canon. La política, en su versión más noble y aristotélica, debería ser un ejercicio reservado a quien remonta ese sistema de códigos no escritos que decantan el ascendiente cívico y cincelan esa autoridad que se percibe en el aire y se ejerce sin banda presidencial ni portadas, pero con historia de vida. Margaret Thatcher lo resumió bellamente: tener poder es como ser una dama; si tienes que contarlo, no lo eres.
Más bien convendría indagar por qué la calidad de los políticos, salvo alguna golondrina fuera de estación, ha descendido al fango ético, donde triunfa la dialéctica buhonera, sean ungidos en Samborondón, El Vergel o la Mama Cuchara.