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Bernardo Tobar: Estado profundo

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En la patria digna y soberana el Estado hace todo lo necesario para ahuyentar a las empresas capaces de invertir en obras

No se justifica un Estado que no puede garantizar algo tan básico como el suministro regular y suficiente de electricidad. En realidad, los gobiernos no resuelven nada, salvo excepciones. Sean competentes o inútiles, no está en sus manos ni debería estarlo la solución de los desafíos de una sociedad, que librada a sus iniciativas estaría mejor que lastrada por la burocracia. 

El Estado, cualquiera en el planeta, se ha desbordado a fuer de promiscuidad regulatoria, irresponsabilidad financiera y voracidad intervencionista. Hoy es un fósil mastodóntico, la mayor amenaza a las libertades. La izquierda quiere seguir alimentándolo y la derecha lo quiere a dieta, pero siempre triunfa, sin importar la inclinación política del líder de turno, la inercia parasitaria y expansionista del Estado profundo, ese sistema no escrito de operadores invisibles y roles inexplicables, que sobreviven los cambios de administración y en cuyas manos queda, para fines prácticos, lo que se hace y se deja de hacer.

El Estado profundo extiende sus tentáculos incorpóreos a través de regulaciones secundarias, procesos innecesarios que discurren por laberintos inciertos y cambiantes e interminables cuellos de botella que reducen la ley a letra muerta y supeditan el ejercicio de la autonomía a los benditos permisos previos, que los hay para casi todo.

En el Ecuador de las tinieblas todavía hay quien atribuye las crisis de generación eléctrica a sequía estacional o daño de turbinas. Plantas que fallan y estiajes severos enfrentan todos los países del mundo, pero solo algunos destacan por su incapacidad crónica para resolver el problema. En la patria digna y soberana el Estado profundo hace todo lo necesario y suficiente para ahuyentar a las empresas capaces de invertir en obras de envergadura. Que les vaya bonito, les decía el correísmo, y para asegurarse de que se vayan definitivamente, al menos las serias, las que no llevan cuentas de gastos en cuadernos paralelos, encajaron al país el absurdo candado constitucional de la delegación excepcional de los sectores estratégicos sujeta a un beneficio económico del Estado al menos equivalente al del delegatario, como si la generación eléctrica, las telecomunicaciones, la minería o el petróleo tuvieran los mismos fundamentos conceptuales, perfiles de riesgo, premisas de negocio o tasas de retorno, como para aguantar semejante tajada draconiana.