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Bernardo Tobar: Antes que sea tarde

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Ha encontrado el silencio cómplice, cuando no el elogio vergonzoso, de buena parte de la izquierda

El ataque terrorista de Hamás a civiles indefensos en Israel es abominable, y es apenas un acto de humanidad esencial condenarlo y solidarizarse con las víctimas y con el pueblo judío, con independencia de banderas nacionales o ideológicas. No cabe la indiferencia o la neutralidad. El asesinato vil y cobarde de mujeres, niños, ancianos, seguido del ensañamiento brutal con sus cuerpos desmembrados, muestra la peor faceta del fanatismo, una financiada, apoyada y aplaudida por quienes profesan el aniquilamiento de cualquier persona que no crea en su dios. ¡Guerra santa, le llaman!

Las reacciones o su ausencia han dejado al descubierto quién es quién. Ha partido la humanidad en dos. No es cuestión de juzgar quiénes son los buenos y los malos en un conflicto difícil de desentrañar, con raíces históricas y ramificaciones que se resisten a cualquier certeza simplista. Lo que no es difícil es llamar las cosas por su nombre: un ataque terrorista dirigido deliberadamente a la población civil no debería encontrar más que un repudio contundente, sin ambigüedades. Lo asombroso es que ha encontrado algo más. Ha encontrado el silencio cómplice, cuando no el elogio vergonzoso, de buena parte de la izquierda. Ha encontrado alianzas contra Israel de cierta élite estudiantil norteamericana, una casta indoctrinada que devela la decadencia del que fuera polo de libertad y humanismo. Ha encontrado jefes de Estado pusilánimes, dispuestos a bailar con lo más tenebroso del festín geopolítico si hace falta para adelantar sus agendas mezquinas. Y la lista sigue.

Se ha precipitado un enfrentamiento de dos formas de entender la vida. Irreconciliables, si hemos de tomar a la letra las declaraciones de los ayatolas. Ya no es solo Israel en guerra contra su agresor, sino el fanatismo islámico contra un Occidente tolerante al punto de negarse a sí mismo, relativista y adormilado. Es la violencia surgida de una cultura teocrática, que subyuga a la mujer y que ha convertido sus territorios en polvorines sin futuro, descargada contra un pueblo judío admirable, que convirtió un desierto en una tierra libre y productiva, una potencia en ciencias y tecnológica, un lugar donde hombres y mujeres prosperan en igualdad; un pueblo que encarna los valores, en suma, que un Occidente desustanciado y frívolo debería rescatar antes que sea demasiado tarde.