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El culto

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La ofrenda sacramental la aporta el igualitarismo, que hace indispensable la omnipresencia de la autoridad política

Una estrategia efectiva para imponer una narrativa y un deber ser, sin mayor debate ni espacio para procesar el disenso, es convertir una hipótesis en dogma, verdad última e incuestionable. Te sometes al dogma y salvas tu alma; lo desafías, al infierno. Los dogmas pertenecían en general al dominio teológico, y la Ilustración redujo su influencia a esa órbita, pues el guardián del credo venía legitimando la autoridad política en Occidente y la ejerce todavía en los países islámicos. Con la Revolución francesa se instaló la ilusión de que el pueblo elige y legitima al poder, y expulsada la divinidad de la cosa pública se hizo necesario llenar el vacío con cultos seculares, sus becerros de oro y sus verdades últimas, no escritas en tablas sagradas como las que cayeron en manos de Moisés, pero con similar poder dogmático.

Para erigir una proposición en dogma ya no hacen falta esfuerzos milenarios para desentrañar y difundir mensajes bíblicos. Basta un fragmento de verbo fatuo, sin contexto ni contradicción, repetido hasta el cansancio por los medios apropiados y empaquetado con los lugares comunes de la igualitaria e inclusiva moda intelectual, amén de algoritmos que atajen y cancelen a los herejes. Entre estas deidades contemporáneas está la naturaleza y su diablo, el cambio climático, cuyo más oscuro agente, el ser humano en libertad, mudó de epicentro de la Ilustración en amenaza mayor al culto. El árbol del bien y el mal cambió de amo.

La madre naturaleza no convoca sola esta novedosa procesión de almas en pos de un tótem de adoración religiosa, pues cuenta a su lado, como inocentes sacristanes del ritual políticamente correcto, a la familia moderna, la del todo vale excepto los compromisos indisolubles, donde los hombres se embarazan milagrosamente y la identidad sexual es un misterio intercambiable, como en la dimensión de los ángeles. La ofrenda sacramental la aporta el igualitarismo, que hace indispensable la omnipresencia de la autoridad política para exorcizar el afán de superación individual, motor de diferencias.

Hay que reconocer la habilidad de los enemigos de la libertad, que ocultaron el garrote totalitario bajo la piel de la zanahoria ambientalista y su fanesca progre. Un culto en toda regla, con tontos útiles, meapilas y parroquia de troles incondicionales. Mientras tanto, en la orilla opuesta, los disidentes callan por miedo a la excomunión.