La fábula del Estado

La revolución ciudadana volvió a decapitar a las élites, ya moribundas gracias al canibalismo inveterado de los caudillos, que se disputan el Ecuador.
Un Estado existe en la medida en que la autoridad constituida tiene la fuerza de imponer la ley; de otro modo calificaría de club deportivo, ONG o cofradía del vino, mas no de república soberana. Vivimos en un territorio en el que poderes no constituidos imponen la ley de su fuerza. Es verdad que siempre los hilos obedecían, más que al derecho, a presiones sutiles, al ‘quid pro quo’ de las concesiones recíprocas, al arte inconfesable bajo manteles de la política, como diría Macquiavelo; hoy los hilos los mueve la narcopolítica. Por eso andan libres los criminales que asediaron Quito en octubre de 2019 y junio de 2022.
Jamás alcanzó lo que llamamos Ecuador un estado de cohesión y maduración republicana. Sin élites locales -las decapitaron tras la rebelión contra la Corona- que iluminaran un pacto social propio y auténtico, el estatuto de emancipación lo dictaron generales importados. Tras pocas décadas de supuesta independencia, García Moreno buscó en la religión católica el pegamento que sirviera para edificar la nacionalidad inexistente; Alfaro optó por lo opuesto, el anticlericalismo, sellando así ese vaivén de antagonismos radicales y fanáticos que han marcado la historia. La dictadura de los 70 hizo desfilar el primer barril de petróleo como si fuera el santo grial de la identidad colectiva. La revolución ciudadana volvió a decapitar a las élites, ya moribundas gracias al canibalismo inveterado de los caudillos de siempre, que se han disputado a dentelladas el Ecuador como si fuera un feudo de familia, y nos encajó el bodrio de Montecristi, también de corte religioso, aunque sus deidades las imaginaran Marx, Chávez y Pachakutik, ¡menuda trinidad!
Nos incomoda tanto el uniforme constitucional que hemos triturado 21 cartas políticas, las más recientes reconociendo la inexistencia de la nacionalidad ecuatoriana: hay plurinacionalidad, es decir una fanesca de identidades colectivas. Y, como la fanesca, fuera de los encuentros de Semana Santa no hay posibilidad de proyectos comunes, no con un sector indígena tirando el ascua al comunismo indoamericano, un voto duro para los operadores de los carteles, y un voto blando para lo poco de decencia que queda en la parroquia.
¿Qué sigue? Que las sociedades diversas se organicen políticamente bajo su propio estatuto, sin hacer más caso a Montecristi que a un pergamino barato de museo.