Los feudos de la burocracia

El capricho burocrático pesa más que la norma constitucional’.
No creo por principio general en la regulación. Es un mecanismo para transferir a la autoridad política una decisión que debe estar en el titular de los derechos. Ejemplos para ilustrarlo son las regulaciones sobre la comunicación y publicidad, que privan a la persona del derecho a decidir a qué medio le presta atención o a qué horas pueden sus hijos mirar el televisor, o qué contenidos son políticamente correctos -para la autoridad, claro está-. O las autorizaciones y licencias que se emiten a determinados operadores económicos, o las aprobaciones de mallas curriculares para instituciones educativas. En estos y en la gran mayoría de casos los reguladores exhiben, con retórica de balcón, razones de interés general, de protección al consumidor, al adolescente, al niño, a la mujer, al padre de familia, ¡al mercado!, trasladando a la autoridad el poder de la censura, la elección de lo que deben estudiar todos los alumnos -que por tanto son privados de la necesaria diversidad cultural-, la validación de proveedores de bienes y servicios elegibles -usualmente con criterios divorciados de la realidad y de las decisiones que libremente adoptarían las partes involucradas-, en suma, el rol de gran hermano.
También son estas regulaciones un mecanismo de ampliación de la potestad de intervención del Estado en perjuicio de las libertades individuales, una suerte de invasión parasitaria que garantiza la pervivencia del poder político. Si el Estado fuera una persona natural y no la ficción de Hobbes, la corriente normativa sería su flujo sanguíneo, el combustible indispensable de su existencia política que debe renovarse sin cesar. Permanentemente se expiden nuevas leyes y reglamentos que a su vez provocan una profusión inextricable de acuerdos, circulares y decisiones de burocracia secundaria, que al final del día se vuelve en el gran repartidor de sellos y privilegios, sanciones y demoras. El capricho burocrático pesa más que la norma constitucional.
Las sociedades contemporáneas se han habituado a la promiscuidad legislativa, están perdiendo imaginación e iniciativa, piden una ley para todo y regresan a ver al gobierno de turno para cada problema, como si fuera el gran padre de familia en una sociedad infestada de menores incapaces. Es la deficiencia cultural que provoca el Estado benefactor.