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Monopolios estatales

Avatar del Bernardo Tobar

...el Estado mismo se ha convertido en el nuevo dios, con su credo del buen vivir y garantía de bienestar para quienes se sometan a su voluntad’.

La nación-estado tiene, de momento, el monopolio de la identidad personal. Luego del nombre, la persona necesita un número de identidad nacional, sin el cual no existe para casi todos los fines prácticos, como matricularse en la escuela, votar, pagar impuestos, abrir una cuenta bancaria o desplazarse por el mundo. No hay cabida para los apátridas en un planeta cuyas tierras pertenecen o son reclamadas en su totalidad por jurisdicciones soberanas.

También se ha erigido el Estado como el emisor exclusivo de moneda, que es el combustible indispensable de todo intercambio económico, aunque la inflación generada para cubrir su voracidad insaciable, junto con la aparición de moneda no estatal, como cripto, terminará dando al traste con estas pretensiones monopólicas. Y hay otras tantas áreas de control estatal excluyente, como el uso de la fuerza, la administración de justicia, la seguridad social hasta ser accionista principal y casi gratuito de todas las personas cuya identidad controla, a través de una maquinaria de exacción poderosa denominada sistema tributario.

Incluso ha llegado a desplazar a las religiones en su monopolio de la verdad última, pues el Estado mismo se ha convertido en el nuevo dios, con su credo del buen vivir y garantía de bienestar para quienes se sometan a su voluntad.

Estos y tantos otros monopolios no existieron siempre. El estado-nación, cuyos precursores son los imperios de Oriente, Egipto y luego Roma, es una invención -ficción, en términos jurídicos estrictos- reciente en la historia de una humanidad que camina por el planeta decenas de miles de años, tan reciente que hasta bien entrado el siglo XIX no terminaban de unificarse bajo un dominio soberano y centralizado muchas naciones europeas. Esto no quiere decir que antes de la consolidación del estado-nación luego de la Ilustración no existía autoridad y todo era caos y conflicto, pero la autoridad tenía otro origen, finalidad y límites. Hoy somos testigos del pináculo del Estado autoconsagrado en medio y fin en sí mismo, esa cúspide política que precede al abismo. Y asistimos también a una revolución tecnológica singular, que habilita formas de organización descentralizada de la sociedad.

Es solo cuestión de tiempo para que las constituciones nacionales pasen de instrumentos de dominación a curiosidades de museo.