Carlos Emilio Larreátegui: El abrazo de Francisco

Comprendí que los gestos de Francisco no eran concesiones sino actos de amor en expansión
En la esquina de las calles Bow y Arrow, en pleno Cambridge -donde tuve el privilegio de vivir dos años-, se erige la centenaria iglesia St. Paul’s. Sus campanas resuenan a distintas horas con un martilleo que envuelve. A las tres de la tarde del pasado Lunes de Pascua estas doblaron ochenta y ocho veces en memoria del papa Francisco. Fue en ese mismo templo y durante el pontificado de ese papa donde, después de veinte años de agnosticismo, volví a arrodillarme delante del sagrario.
Hasta pocos meses antes de aquel momento, el estilo de Francisco me desconcertaba. Siguiendo el cacareo de la crítica fácil, yo también repetía -sin reflexión- que la Iglesia tenía un “papa comunista”. Francisco, frontal y desafiante, generaba titulares y yo me perturbaba. En mi pequeñez, no comprendía que un papa abrazara a personas de toda índole.
Todo así hasta que, preparándome para el matrimonio, leí Amoris Laetitia, uno de sus textos más personales. Allí me topé con estas palabras: “El amor que no crece comienza a correr riesgos, y solo podemos crecer respondiendo a la gracia divina con más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más generosos, más tiernos, más alegres”.
Y comprendí. Comprendí que los gestos de Francisco no eran concesiones sino actos de amor en expansión. Comprendí que sus brazos, como los de Cristo en la Cruz, se abrían para abrazar al mundo entero, sin prejuicios ni condiciones, derramándose en entrega total al prójimo. Esa generosidad respondía a su visión de la Iglesia como hospital de campaña, una Iglesia que se acerca a los márgenes, que busca a los olvidados, que acoge a quienes nadie más quiere acoger.
El lunes pasado, compartiendo una cerveza en honor de Francisco con un amigo al que admiro, él me dijo: “Es Jesús quien se acerca a los hombres a pesar de sus defectos y carencias, no al revés. Solo así funciona la misericordia. Y así fue la Iglesia de Francisco”.
Que esa misericordia, como el martilleo de las campanas de St. Paul’s, no deje de envolvernos. Que nuestro amor por los demás nunca deje de crecer generoso, alegre, valiente.