César Febres-Cordero: Dejemos que pierda plata
Cuando un sistema de transporte pierde plata es la sociedad la que gana en riqueza
Justo a tiempo para sus fiestas, el pueblo quiteño celebra la inauguración, esta vez definitiva, de su metro. Después de una década de atrasos y disputas, este hito representa más que el fin de un largo calvario; es la oportunidad para el comienzo de una nueva era en la capital.
Que si la obra fue más de Pabel, Rodas o Barrera es una minucia. Esta apertura es una victoria de la corporación municipal quiteña, la prueba de que al fin y al cabo todavía sirve para algo. Si sirve bien, si puede llegar a funcionar a la altura de las demandas capitalinas, está aún por verse, en parte a través del futuro desarrollo del metro a lo largo de varias alcaldías que probablemente pasarán, como en años recientes, de las manos de un enemigo al otro.
Uno de los principales obstáculos para tal desarrollo es la inclinación politiquera por buscar escándalos detrás de cada numerito. Es cierto que la brecha entre los costos operativos y las estimaciones de recaudación del metro es significativa (la más pesimista llega a los 60 millones), pero eso no es anormal. A través de la región y el mundo, las subvenciones para el transporte urbano pueden llegar a ser por más del 50 % de los costos. Quito no debe buscar más que acercarse al estándar regional mientras incrementa las líneas y sus capacidades.
Cuando un sistema de transporte pierde plata es la sociedad la que gana en riqueza. Riqueza en tiempo, calidad del aire y accesibilidad, cuyo valor, aunque puede y debe ser medido económicamente, trasciende esos cálculos. Es necesario que nuestros políticos dejen de lado sus costumbres peseteras y empiecen a devolvernos nuestro dinero en obras que al quedar pendientes han dejado a nuestras ciudades en el atraso, tarde para el trabajo como para la modernidad.
Si para replicar lo logrado nuestras ciudades requieren un empujón financiero por parte del Gobierno central, bienvenido sea, mientras el reparto sea equitativo y no se pongan a construir castillos, o teleféricos, en el aire. Al final sería una política verdaderamente redistributiva, a diferencia de los subsidios al combustible, que terminan desproporcionadamente en manos de los ricos y los contrabandistas.