Jan-Werner Müller: Por qué prohibir candidatos antidemocráticos
“Esta será por siempre una de las mejores bromas de la democracia: haber puesto en las manos de sus peores enemigos los medios para destruirla”
¿Qué deberían hacer las democracias ante los partidos que usan las elecciones y otros medios democráticos para destruir la democracia misma? Una respuesta bien establecida, aunque no aceptada universalmente: prohibir el partido antes de que llegue al poder. Pero, ¿qué hacer en el caso de políticos individuales? Una de las propuestas en Alemania es despojar a dirigentes individuales de derechos políticos en lugar de prohibir directamente al partido ultraderechista Alternative für Deutschland (AfD). Medidas como esta constituyen serias restricciones al proceso político y deben utilizarse como último recurso. Pero cuando una persona tiene un historial consistente de agitación contra la democracia -incluso tras repetidas advertencias-, se puede justificar plenamente su inhabilitación para el proceso democrático. De lo contrario, las democracias se ponen a sí mismas en riesgo mortal. Reconociendo esta debilidad fatal, el politólogo Karl Loewenstein, que abandonó Alemania tras la llegada de los nazis al poder, formuló el concepto de ‘democracia militante’, es decir, una democracia con voluntad y capacidad de defenderse mediante, en principio, medidas no democráticas. Quienes la critican insisten en que si una mayoría prefiere prescindir de la democracia no hay manera de salvarla; y que si los antidemócratas están en minoría, el destino del sistema debiera dejarse al devenir del proceso político. Se oponen al uso de medidas oficiales verticalistas y cuasitecnocráticas que puedan alejar más todavía a quienes ya están insatisfechos con la democracia. Estos argumentos, que tuvieron protagonismo en los debates políticos inmediatamente posteriores a la II Guerra Mundial, han vuelto hoy con más fuerza. En el sistema estadounidense bipartidista de facto, prohibir el Partido Republicano equivaldría a abolir la democracia (incluso si la mayoría de republicanos apoyan la conducta antidemocrática de Trump). En Alemania, AfD ha logrado tanto apoyo -las encuestas le otorgan cerca de 20 % a nivel nacional- que su prohibición podría asemejarse a un arma masiva de privación del voto. El problema resalta la paradoja de que cuando los partidos antidemocráticos son pequeños, no merece la pena prohibirlos, pero cuando han crecido, resulta imposible hacerlo. Otros críticos encuadran el dilema de forma más radical. Cuando hay consenso en apoyar la democracia, la democracia militante es posible pero innecesaria (es probable que la de Alemania Occidental hubiera sobrevivido sin mayores problemas, incluso sin la prohibición de neonazis y comunistas). Pero una vez se ha asentado una polarización perniciosa, no habrá amplio apoyo a la democracia militante porque habrá inquietud entre los políticos de que sus herramientas puedan ser usadas contra ellos. Son puntos dignos de consideración, pero quienes se oponen a la democracia militante tienden a idealizar la alternativa. Parten del supuesto de que habrá una competencia política justa con un resultado claro. Ninguna democracia debería tomar a la ligera el uso de fuego para apagar incendios. Pero si un candidato ha exhibido a lo largo del tiempo un patrón claro de conducta antidemocrática y redobla su apuesta pese a las advertencias, la inhabilitación se justifica. En EE.UU. y Alemania una prohibición individual preservaría la capacidad de los votantes de escoger un partido nacionalista que desee limitar el ingreso de inmigrantes, defienda concepciones tradicionales de lo que es una familia y promueva recortes de impuestos para los ricos. Si eso desean, aún podrán tenerlo.