En los zapatos de Alemania
Algunos amigos alemanes están cifrando sus esperanzas en que el debilitamiento del euro le devuelva la salud al modelo alemán
No es fácil despertarte con la noticia de que el modelo de negocios de tu país está acabado. Es difícil reconocer lo obvio: que los políticos que se pasaron décadas diciéndote que los niveles de vida que tanto te costó conseguir estaban asegurados, se engañaban o te mintieron. Que tu futuro inmediato ahora depende de la buena voluntad de unos extranjeros decididos a aplastarte. Que la Unión Europea, en la que confiaste, te ocultó todo el tiempo la verdad. Que tus socios en la UE, a los que ahora acudes en busca de ayuda, te ven como un villano al que por fin le llegó la hora. Que las élites económicas dentro y fuera de tu país solo buscan modos de mantener el statu quo. Que tendrás que soportar cambios enormes y dolorosos para que nada cambie.
Los griegos sabemos bien de qué se trata: lo experimentamos en carne propia a principios de 2010. Pero hoy los que tienen ante sí un muro de condescendencia, antipatía e incluso burlas son los alemanes. Y por irónico que parezca, nadie en Europa está en mejor posición que los griegos para entender que los alemanes no se lo merecen; que la situación en la que se encuentran es resultado de nuestro fracaso colectivo europeo; y que no es momento para alegrarse con el infortunio ajeno, algo que no beneficia a nadie (y menos aún a los sufridos griegos, italianos meridionales, españoles y portugueses, o PIGS, como alguna vez se los llamó).
Hoy las tornas se han dado vuelta contra Alemania, porque su modelo económico dependía de la represión salarial, del acceso a gas ruso barato y de la excelencia en la ingeniería mecánica de grado intermedio (en particular, para la fabricación de autos con motor de combustión interna). Esto generó enormes superávits comerciales en cuatro períodos distintos de la posguerra: primero bajo el sistema de Bretton Woods, con patrocinio estadounidense, que proveía tipos de cambio fijos y acceso a los mercados de Europa, Asia y las Américas; luego, al derrumbarse Bretton Woods, cuando el mercado único europeo ofreció condiciones muy lucrativas a las exportaciones alemanas; una vez más después de la introducción del euro, cuando los sistemas de compra financiada por los proveedores liberaron un enorme flujo de bienes y capital desde Alemania hacia la periferia europea; y por último, cuando después de la crisis del euro, la voraz demanda china de bienes industriales intermedios y finales vino a cubrir la reducción de las importaciones de productos alemanes desde el sur de Europa.
De a poco, los alemanes van haciéndose a la idea de que su modelo económico ya no existe; y por fin comprenden que lo que sus élites les repitieron por tres décadas era una Gran Mentira: el superávit fiscal no fue prudencia, sino un enorme desaprovechamiento de largos años de bajísimos tipos de interés, que habrían permitido invertir en energía limpia, infraestructura crítica y en las dos tecnologías cruciales del futuro: las baterías y la inteligencia artificial. La dependencia alemana del gas ruso y de la demanda china nunca fue sostenible a largo plazo, y no es un defecto menor que se pueda solucionar fácilmente.
Mi mensaje para los amigos alemanes es simple: termínenla con el duelo. Corten la negación, la ira, la negociación y la depresión, y empiecen a diseñar un nuevo modelo económico. A diferencia de los griegos, todavía les queda soberanía suficiente para hacerlo sin pedir permiso a los acreedores.