¿Está Alemania enferma nuevamente?
Si el metanol y el amoniaco que están en la base de la producción de fertilizantes y otros productos químicos se tuvieran que importar desde EE. UU. en lugar de producirse localmente, sectores industriales secundarios y complementarios alemanes perderían competitividad. Muchísimos empleos se verían afectados hasta encontrar un equilibrio’.
Pueden decirse muchas cosas sobre el presidente ruso Vladimir Putin, pero su guerra en Ucrania abrió los ojos de los europeos a algunas verdades que se han obviado durante mucho tiempo. Una es que luego de más de 70 años de relativa paz en el continente, dejar de lado la seguridad militar resulta muy riesgoso. La otra es que el “sueño ecológico” de unas economías modernas alimentadas exclusivamente por energías renovables sigue estando fuera de nuestro alcance y que el acceso fiable a un suministro de energía barata sigue siendo esencial. Lo segundo solo ha penetrado gradualmente la conciencia pública. Muchos han llamado a hacer un embargo de las importaciones europeas de gas ruso, con el argumento de que eso debilitaría la capacidad de Rusia de seguir en guerra y aceleraría la transición hacia el nirvana verde, con un coste mínimo para Europa en términos de reducción de su PIB. Un nuevo estudio pone en evidencia lo fantasioso de ese planteo. Si se cortara el suministro de gas ruso, Alemania ya no podría fabricar sus 300 productos que utilizan grandes cantidades de gas. Por el efecto de la relación de intercambio, el bienestar de los consumidores de gas y bienes para cuya fabricación se necesita mucho gas declinaría a medida que aumente el precio de los productos que habrían pasado a ser importados. Como el aumento no se incluye en la definición del PIB real, los efectos de un embargo de gas sobre el PIB europeo parecen menores de lo que serían. Reemplazar los combustibles fósiles con renovables no es la solución que muchos creen. Las energías que dependen de condiciones meteorológicas, como la eólica o la solar, son demasiado impredecibles para alimentar confiablemente las economías modernas. La adopción de la electricidad como fuente energética del transporte, calefacción y electrodomésticos exacerbará el problema al generar mayor demanda eléctrica, lo que exigirá aumentar proporcionalmente las plantas de energía ajustable (carbón, gas y energía nuclear). Para Alemania, que está descartando recurrir al carbón o energía nuclear, significa plantas alimentadas a gas. Pero el gas ya está escaseando, hay que encontrar otra solución. Se podría argumentar que para eso están las baterías: reunir energía cuando está disponible y guardarla hasta que se necesite. Pero todavía falta mucho para eso. Incluso con tecnologías más avanzadas de almacenamiento en baterías, uno o dos días sin viento o sol harían que el transporte eléctrico se paralizara. Los coches eléctricos agravan el problema de la amortiguación estacional. Un futuro más realista, aunque aún distante, sería el de plantas alimentadas por hidrógeno que cierren la brecha que dejen las energías eólica y solar. Pero para producir un hidrógeno barato, los electrolizadores necesitan un flujo estable y confiable de electricidad, lo que se supone tendrían que aportar ellos mismos. La solución al dilema sigue sin encontrarse. La guerra de Ucrania ha expuesto de manera implacable las insuficiencias de la transición a la energía verde, obligando a países como Alemania a un experimento energético en tiempo real. Por ahora no tienen más alternativa que comprar insumos extremadamente caros de gas natural licuado, importar y extraer más gas natural local, y depender de energía nuclear, producida en el país o importada. Hace 20 años Alemania era ‘el enfermo de Europa’, por su alto desempleo, la debilidad de su demanda interna y el lento crecimiento de su PIB. Hoy parece haber cogido otra enfermedad, esta vez por una política energética ambiciosa y poco realista. La recuperación será dolorosa.