El crecimiento económico es la respuesta
Un crecimiento más fuerte de EE. UU. ha ajustado el mercado laboral, a tal punto que los salarios de quienes menos ganan están subiendo más rápido.
Diciembre suele ser un momento para mirar para atrás al año transcurrido, y hacia adelante, al año por venir. En 2019 hemos sido testigos de un creciente extremismo político (en la izquierda y en la derecha) y polarización; de mayor inestabilidad gubernamental y de crecientes tensiones entre los gobiernos centrales y subnacionales. Todas estas tendencias continuarán en 2020. En casi todas partes hacia donde miremos, existe una brecha cada vez mayor entre lo que la gente les exige a los gobiernos y lo que estos pueden ofrecer. Las razones varían, pero una causa subyacente importante explica muchos de los reclamos: un crecimiento económico aletargado. Mientras que la desigualdad en alza -un problema que, según sugieren los datos, es real pero sobreestimado- ha pasado a ocupar el centro del debate público, la cuestión clave es que los estándares de vida no están mejorando lo suficientemente rápido entre quienes se están quedando rezagados. En Estados Unidos, las políticas que se proponen para abordar esta cuestión incluyen tasas marginales del impuesto a las ganancias mucho más altas, un impuesto importante al patrimonio y nuevas asistencias y subsidios masivos, lo que implica mayores déficits y mucho más control de la economía por parte del gobierno. Desafortunadamente, esta combinación de políticas promete reducir, no aumentar, los estándares de vida. Para expandir la torta económica, la opción de permitir que personas y empresas interactúen libremente en los mercados es mucho mejor que depender de los planificadores o burócratas del gobierno. El papel del gobierno debería limitarse a fijar y hacer cumplir reglas de juego justas. El presidente John F. Kennedy dijo que “una marea alta levanta todos los barcos”. El campo pesimista sostiene que los efectos de mejorar la productividad de los recientes avances tecnológicos no están a la altura de los efectos asociados con tecnologías anteriores como la electricidad, las cañerías interiores y el automóvil. Los optimistas apuntan a la nanotecnología, la biomedicina de precisión y la inteligencia artificial como posibles precursores de una nueva era de logros impulsados por la tecnología. Otra complicación tiene que ver con la medición de la productividad, el PIB real y la inflación. ¿Qué estarían dispuestos a aceptar como compensación los consumidores por no recibir un servicio gratuito determinado? Para responder esas preguntas, Erik Brynjolfsson del MIT y Erwin Diewert de la Facultad de Economía de Vancouver realizan experimentos en los que se les pregunta a los participantes si resignarían un servicio a cambio de una chance poco probable de ganar alguna cantidad modesta de dinero. Privarse de un servicio durante un mes a cambio de algo similar a un billete de lotería ofrece una aproximación razonable de valor sólo bajo suposiciones muy fuertes. Mientras tanto, los académicos y las agencias estadísticas del gobierno seguirán trabajando en métodos para mejorar las medidas existentes. Todavía no está claro si se cuenta el valor de las nuevas tecnologías con la misma exactitud que a fines de los años 1990, cuando una comisión que yo encabezaba estimó que las mejoras de calidad y los sesgos de los nuevos productos representaban aproximadamente las tres cuartas partes de un punto porcentual (de un total de 1,1%) por año en incrementos sobrevaluados del costo de vida. Si las alzas de productividad son y seguirán siendo magras, como advierten los pesimistas, los responsables de las políticas económicas a nivel nacional e internacional deberían actuar en consecuencia. Lograr un crecimiento de largo plazo más rápido debe ser la prioridad.