El porqué de la guerra (III)

Y es que este instinto de destrucción obra en todo ser viviente como una tendencia de llevarlo hacia su autodestrucción...
(Continuación. Extracto de la carta dirigida por Sigmund Freud a Albert Einstein en 1932) En efecto, Einstein manifiesta en su misiva a Freud su sorpresa ante la facilidad con la que se puede entusiasmar a los hombres para ir a la guerra, sospechando de algún modo la existencia de un instinto de odio y de destrucción.
A este respecto, para ese entonces Freud ya había desarrollado en el psicoanálisis la teoría de los instintos (luego cambiaría el término por 'pulsiones'). Dicha teoría hace referencia a los instintos de los hombres, los cuales pertenecen a dos categorías antagónicas: el instinto de vida y el instinto de muerte, el Eros y el Tánatos, la fuerza creadora, erótica y la fuerza destructora, agresiva. Esto resulta de la transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, la atracción y la repulsión, que bien se evidencia en la física, ciencia de experticia del científico alemán.
Aquello no tiene en absoluto relación alguna con los conceptos de lo bueno y lo malo, ni debe simplificarse en tal sentido. Ambos instintos sirven a un mismo fin y son imprescindibles el uno del otro, dado que su acción conjunta y antagónica surge en cada manifestación de la vida, ambos se encuentran fusionados. Así, el instinto de conservación, de índole erótica, precisa disponer de la agresión para lograr su propósito. El instinto de amor objetal requiere complementarse con un instinto de posesión para apoderarse del objeto en cuestión. Resulta infrecuente que un acto cualquiera sea obra de una única tendencia instintiva, pues seguramente estará constituida en sí misma por Eros y Tánatos. Así, cuando los hombres son incitados a la guerra, habrá motivos varios, nobles o bajos, ocultos o explícitos, que brindarán una respuesta afirmativa, entre ellos el placer de la agresión y de la destrucción. Será la fusión de estas tendencias destructivas con otras eróticas lo que facilite su satisfacción. Los horrores de la historia dan cuenta de aquello, donde motivaciones ideales fueron pretexto de afanes destructivos, llegando hasta las crueldades de la Santa Inquisición fundamentada en los ideales de la conciencia.
Y es que este instinto de destrucción obra en todo ser viviente como una tendencia de llevarlo hacia su autodestrucción; se trata pues de un instinto de muerte, el cual se torna instinto de destrucción cuando es dirigido hacia afuera, hacia los objetos. Se podría incluso atribuir el origen de nuestra conciencia moral a dicha orientación interior del instinto de destrucción. Mientras que la orientación de dichas energías hacia el mundo exterior produce un alivio, un beneficio.
Podemos concluir que resultaría inútil pretender eliminar las tendencias agresivas del hombre. No se trata entonces de eliminarlas, se debe intentar desviarlas, al punto que no requieran expresarse a través de la guerra. Así, para combatir la guerra, si esta es el resultado de los instintos de destrucción, podría apelarse a su antagonista, el Eros, mediante el establecimiento de vínculos afectivos que pueden ser de dos clases: lazos análogos al amor o mediante la identificación, mediante el establecimiento de elementos comunes que generen un sentimiento de comunidad. (Continuará