El ‘joker’ del páramo (I)

Cuando esta construcción delirante falla, la violencia se ubica como único mecanismo de apaciguamiento y el asesinato resulta terapéutico a fin de calmar un poco la locura’.
Resulta tentador y provocativo comparar al Guasón de Ciudad Gótica con nuestro payaso del altiplano ecuatoriano. Si bien dicha comparación se sostiene a nivel imaginario creando un impacto discursivo aceptable en el ámbito de la política y la cotidianidad, la misma escapa a toda nosología clínica.
Desde que por el año 1989 Tim Burton nos presentara por primera vez en la pantalla grande la majestuosa actuación del legendario Jack Nicholson, pasando por la fascinante grandilocuencia lograda por la representación de Heath Ledger (+) bajo la dirección de Christopher Nolan y la no menos plausible actuación de Jared Leto en su Suicide Squad, veíamos en la pantalla a un psicópata empecinado en crear el desorden y generar el caos a escalas escalofriantes.
Para la psiquiatría moderna la psicopatía cae dentro de los trastornos de la personalidad antisocial que, según el Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales, DSM-5, se caracterizan por el incumplimiento de las normas legales y sociales, el engaño o estafa para provecho o placer personal, la impulsividad, la irritabilidad y agresividad, la desatención imprudente a la seguridad propia o de otros, la irresponsabilidad constante en el comportamiento laboral, la ausencia de remordimiento que se manifiesta con indiferencia o racionalización del hecho de haber herido o maltratado a alguien.
Sin embargo, en su última puesta en escena, el director Todd Philips nos presenta la insuperable actuación de Joaquin Phoenix, quien encarna a Arthur Fleck, personaje que logra como el que más humanizar al Guasón y develar así el origen de su malestar, alejándolo de un simple trastorno de la personalidad para alojarlo en el campo de las psicosis, ahí donde el aparato psíquico no ha logrado tramitar los eventos traumáticos a los que el sujeto hubiere sido expuesto en los orígenes de su existencia, arrebatando toda posibilidad de hacer distinto con un real insoportable, imposibilitando la simbolización de ese real que no logra ser tramitado más que a través de la construcción de una realidad delirante donde encuentra aceptación, pertenencia y admiración más allá del amor absorbente de una madre devoradora que no logró instaurar castración alguna ni inscribir el significante del Nombre del Padre, dejando a la forclusión como único recurso. Se detalla así la construcción de este psicótico ordinario desde su génesis en la infancia hasta la evolución de un psicótico anudado, no desencadenado, que lucha por mantener el privilegio de ser parte de una sociedad que finalmente sería la responsable de su desencadenamiento mediante el rechazo constante, el hostigamiento, el abandono y la violencia. Cuando esta construcción delirante falla, la violencia se ubica como único mecanismo de apaciguamiento y el asesinato resulta terapéutico a fin de calmar un poco la locura.
La obra dibuja así a la perfección la construcción de este sujeto, incluso en el escénico detalle de su labilidad emocional, una risa aparentemente inmotivada y fuera de lugar, la cual obedece a un trastorno común en cuadros psicóticos, producido por una afectación pseudobulbar que provoca risa (o llanto) incontrolable debido a una afección neurológica o lesión cerebral.
¿Se ajusta nuestro payaso de los Andes a alguna de estas dos nosologías clínicas?