La política industrial occidental y el derecho internacional

La IRA y la Ley de CHIPS bien pueden reforzar la idea de que el mundo en desarrollo es objeto de un doble estándar
Con la sanción el año pasado de la Ley de Reducción de la Inflación (IRA), Estados Unidos se sumó al resto de economías avanzadas en su intención de combatir el cambio climático. La IRA autoriza un incremento importante del gasto para respaldar las energías renovables, la investigación y el desarrollo y otras prioridades. Si las estimaciones sobre sus efectos son correctas, el impacto en el clima será significativo. El diseño de la ley no es ideal, pero pese a sus imperfecciones, es mucho mejor que nada. Junto con la Ley de CHIPS y Ciencia del año pasado -que apunta a respaldar la inversión, la industria doméstica y la innovación en semiconductores y un conjunto de otras tecnologías de punta-, la IRA ha encaminado a EE. UU. en la dirección correcta, a centrarse en la economía real, donde debería servir para revitalizar a sectores rezagados. Destacan entre los detractores los defensores del neoliberalismo y los mercados sin trabas, ideología a la que hay que agradecer los últimos 40 años de crecimiento débil, creciente desigualdad e inacción frente a la crisis climática. Se debería felicitar a la administración del presidente Biden por su rechazo manifiesto de dos presunciones neoliberales centrales: “que los mercados siempre asignan el capital de manera productiva y eficiente” y que “el tipo de crecimiento no importa”. Una vez que se toma conciencia de lo erradas que son, introducir la política industrial en la agenda pasa a ser una decisión fácil. Pero los mayores problemas de hoy son globales y exigirán cooperación internacional. Aun si EE. UU. y la UE alcanzan emisiones cero netas en 2050, eso por sí solo no resolverá el problema del cambio climático. El resto del mundo debe hacer lo mismo. Desafortunadamente, las decisiones políticas recientes en economías avanzadas no han propiciado que se fomente la cooperación global. Consideremos el nacionalismo de vacunas que vimos durante la pandemia, cuando los países occidentales ricos acapararon tanto las vacunas como la propiedad intelectual (PI) para fabricarlas, favoreciendo las ganancias de las compañías farmacéuticas por sobre las necesidades de miles de millones de personas en los países en desarrollo y los mercados emergentes. Occidente ofreció muy poca ayuda real -solo palabras-. Ahora EE. UU. se muestra mucho más abierto respecto de inclinar el campo de juego, y Europa está dispuesta a hacer lo mismo. La OMC tiene muchos problemas. Pero fue EE. UU. el país que más hizo para forjar las reglas actuales durante el auge del neoliberalismo. Si los países en desarrollo y los mercados emergentes hubieran ignorado las reglas de PI de una manera tan manifiesta, se habrían salvado decenas de miles de vidas durante la pandemia. Pero no cruzaron esa línea, porque habían aprendido a tenerle miedo a las consecuencias. Al adoptar políticas industriales, EE. UU. y Europa reconocen abiertamente que es necesario reescribir las reglas; eso llevará tiempo. Para garantizar que, mientras tanto, los países de ingresos bajos y medios no se amarguen cada vez más (y con razón), los gobiernos occidentales deberían crear un fondo tecnológico para ayudarlos a igualar su gasto doméstico. Eso nivelaría de alguna manera el campo de juego y alentaría el tipo de solidaridad global que necesitaremos para abordar la crisis climática y otros desafíos globales.