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Ricardo Hausmann: De Oppenheimer a Fauci

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A pesar de sus diferentes entornos y valores, Oppenheimer y sus científicos cooperaron con Groves y sus tropas para lograr su objetivo compartido

La trama de Oppenheimer, el sorpresivo éxito de taquilla de este verano, se asemeja a un episodio de La guerra de las galaxias. Un imperio malvado planea recurrir a una fuerza oscura para subyugar a la humanidad. Afortunadamente, las fuerzas del bien dominan la tecnología antes de que lo haga el enemigo, garantizando una victoria. Pero el esfuerzo es extremadamente costoso, y movilizar los recursos necesarios requiere de una inversión y de una capacidad organizacional gigantescas. En otras palabras, requiere de política. La película, particularmente su desenlace, podría interpretarse como una alegoría de la relación tumultuosa entre la ciencia y la política. A comienzos de 2020 los científicos informaron que estábamos a punto de enfrentar una pandemia y en un esfuerzo extraordinario, desarrollaron una vacuna efectiva en tiempo récord. Por el contrario, las advertencias de los científicos sobre la amenaza del calentamiento global y su explicación de lo que debe hacerse para mitigar sus efectos más devastadores fueron mayormente desoídas durante décadas. Existe una semejanza inquietante entre Oppenheimer y Anthony Fauci, el exdirector del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas que ayudó a liderar la respuesta del gobierno norteamericano al COVID-19. Fauci se convirtió en el blanco de numerosas teorías conspirativas y de ataques políticos de parte de políticos republicanos y expertos conservadores -los mismos políticos y expertos que aseguran que el cambio climático es una farsa. La complicada interacción entre experiencia, políticas públicas y política surge en parte del hecho de que los expertos poseen capacidades valiosas que no se pueden emplear sin su consentimiento. Esto les otorga el poder de abstenerse de proyectos cuyos objetivos no respaldan. Si bien pueden brindar una guía útil respecto de decisiones políticas difíciles, su papel puede ser sumamente controversial. Contener la propagación del COVID-19 exigió un cierre económico temporario, pero inmensamente costoso. Combatir el cambio climático requiere de un alejamiento igualmente disruptivo y costoso de los combustibles fósiles. Estas decisiones implican negociaciones difíciles, inciertas e inherentemente políticas. Sopesar las tasas de infección del COVID-19 frente a la potencial pérdida de días de clase, por ejemplo, no es una simple cuestión técnica; es una elección social entre dos prioridades en conflicto. Los expertos desempeñan un papel vital a la hora de entender la naturaleza de estos conflictos. Pero su inclinación natural a formar opiniones sobre el mejor curso de acción a seguir los lleva a menudo más allá de su área de conocimiento y los adentra en el terreno de la toma de decisiones políticas. Los epidemiólogos, por ejemplo, pueden explicar las consecuencias sanitarias de una reapertura de las escuelas durante una pandemia. Pero sus opiniones sobre cómo los cierres de las escuelas afectan los resultados educativos de los alumnos y cómo la sociedad valora estos objetivos en conflicto son limitadas. Fundamentalmente, a la mayoría de científicos y expertos no los motiva el dinero. Obtienen satisfacción en el propio proceso de descubrimiento y en el reconocimiento social que reciben. Más allá de las inclinaciones políticas, una sociedad que no reconoce el valor de sus expertos desaprovecha su conocimiento y reduce la cantidad y calidad de los especialistas futuros. De la misma manera, una comunidad científica que desdibuja la distinción entre conocimiento y toma de decisiones corre el riesgo de perder la confianza de la sociedad. Si bien fomentar una relación positiva entre ciencia, políticas públicas y política es un desafío, los beneficios potenciales son enormes.