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Robert Skidelsky | Pesimismo del intelecto, optimismo de los ricos

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Los temores por el futuro de Occidente no deberían llevar a buscar soluciones en Oriente

Leyendo la selección de los nuevos libros de no ficción, uno recuerda las preclaras líneas de W.B. Yeats en La segunda venida: “El halcón no puede oír al cetrero; las cosas se desmoronan; el centro no puede sostenerse”. A medida que el orden internacional liberal se llena de retos internos y globales, los valores que han dado forma al paisaje socioeconómico de Occidente desde la Ilustración parecen estar en declive. El sombrío tono de los intelectuales occidentales sugiere que puede que tengamos que tornar la vista a China para devolver la estabilidad al mundo. The New Leviathans: Thoughts After Liberalism, el nuevo libro del filósofo político John Gray, es un excelente ejemplo. A principios de la década de 1990, Gray surgió como uno de los pensadores occidentales más pesimistas, en contraste con el triunfalismo de Francis Fukuyama. En su libro de 1998 Falso amanecer: los engaños del capitalismo, Gray argumentaba que la caída del comunismo no daría pie al utópico “fin de la historia” anunciado por neoliberales globalistas como Fukuyama. En su opinión, el colapso de la URSS marcó el fracaso del proyecto de la Ilustración, del cual el comunismo había un pilar principal. En lugar de un orden global armónico, previó una competencia en escalada por recursos naturales escasos. Hoy prevé un mundo multipolar en que potencias rivales, cada una con sus propias “concepciones del bienestar humano”, tendrán que encontrar alguna forma de coexistir. Argumenta que el pluralismo que caracterizó a Europa en la Edad Media tardía era más armonioso y civilizado que el Leviatán hobbesiano que le sucedió. Pero no ofrece un camino factible o pacífico hacia la multipolaridad. Probablemente sería consecuencia de una serie de acontecimientos extremos. Mientras atribuye la situación que padecemos al sistema estatal moderno, el exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis culpa a los dueños del capital. En su último libro, Tecnofeudalismo: qué mató al capitalismo, argumenta que en lugar de evolucionar hacia el socialismo, el capitalismo está retrocediendo a un sistema feudal en que las rentas, no las utilidades, son los factores principales que impulsan la actividad económica. Este argumento va en la línea de la observación del economista francés Thomas Piketty de que la desigualdad aumenta cuando la tasa de retorno del capital supera la tasa de crecimiento económico. A medida que la riqueza del mundo se va concentrando en cada vez menos manos, el capitalismo muta a un sistema en que la clase gobernante tecnofeudal, a la que Varoufakis llama “nubistas”, aprovecha su control sobre bienes y servicios vitales para extraer rentas de capitalistas, trabajadores y consumidores. Según esa lógica, el incentivo para la innovación tecnológica desaparecería cuando la obtención de utilidades se vea reemplazada por la búsqueda de rentas. Pero esta interpretación pasa por alto el papel fundamental que ha jugado el Estado a la hora de impulsar la innovación tecnológica. Varoufakis alienta a los jóvenes a luchar por “el tecnosocialismo”, sistema que implica la propiedad social de los “bienes digitales comunes” y que se parece mucho al socialismo de mercado de propiedad de los trabajadores de Yugoslavia en los 60. Su pesimismo sobre el futuro del capitalismo lo lleva a afirmar que la única “esperanza para las democracias del planeta radica en China”, donde el presidente Xi Jinping “ha declarado la guerra a los nubistas y los capitalistas”. Los temores por el futuro de Occidente no deberían llevar a buscar soluciones en Oriente, sino a un esfuerzo por revivir la rica tradición occidental de un capitalismo gestionado democráticamente. Pero un esfuerzo así exige optimismo, no pesimismo, del intelecto.