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Jaime Izurieta Varea | Pequeñas historias y grandes estrategias

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Las estrategias que atraen visitantes al país venden vistas impresionantes pero no hacen soñar en momentos irrepetibles

Escondido en una calle estrecha del barrio de Malasaña, en Madrid, se encuentra el apartamento del Ratón Pérez. El conocido personaje llega cada vez que un niño pierde un diente, y deja algún tipo de recompensa a cambio. No sabemos cómo financia sus contribuciones, pero sí conocemos su residencia.

No es una de las más grandes atracciones turísticas, ni es un destino que reciba fondos de la Comunidad Europea para ‘marketing’. Sin embargo, hace parte de una cantidad incontable de razones por las que Malasaña se erige como un barrio emblemático de Madrid.

Las historias que elevan algunas ciudades a ícono global son variadas. París tiene las más románticas. Londres las más elegantes. Viena las más heroicas y Seúl las más tecnológicas. Otras ciudades las siguen buscando, con un poco de desilusión, por no poder pararse junto a Roma o Buenos Aires.

Hasta las grandes ciudades globales están compuestas de cientos de historias tan aparentemente intrascendentes como la del Ratón Pérez. Las leyendas urbanas propias, locales, que no atraen más que unos pocos cientos de visitantes al año tienen el potencial de sumarse a otros cientos de historias pequeñas pero riquísimas que elevan a cualquier ciudad al nivel de ícono imperdible.

Las estrategias que atraen visitantes a nuestro país venden vistas impresionantes pero no hacen soñar en momentos irrepetibles. Allí está la clave en la economía de experiencias, que es la que actualmente guía la mayoría de las decisiones de compra. El consumidor actual colecciona experiencias, se convence por los momentos que intuye que el lugar le va a entregar, e invierte por las historias que está seguro traerá de vuelta.

Si los responsables de nuestras ciudades quieren atraer visitantes que regresen, deberían invertir menos en espectáculos importados y más en descubrir y contar sus propias historias. Un banco con una placa que narre una anécdota puede valer más que una fuente con luces danzantes. Lo que recordamos no es lo que vemos, sino lo que sentimos. Y para eso no hay mejor vehículo que una buena historia.