Las huellas que quedan de los maestros

Y termino también esta columna con un “Hay que vivir sembrando, siempre sembrando”.
Diario EXPRESO le dedicó hace unos días un amplio reportaje a Clara Celi, una educadora que nunca ha faltado a sus obligaciones en la escuela Benjamín Rosales, a pesar de tener un 84 % de discapacidad. Leer su reportaje me robó lágrimas de alegría al ver que, a pesar de todo, hay gente buena en este mundo, como dijo Anne Frank. Me alegra y da esperanza saber que hay maestros comprometidos con la educación de generaciones enteras pese a las dificultades.
Aquel reportaje movió en mí recuerdos y sentimientos de gratitud hacia mis maestros y formadores, porque no se necesita ser profesor en un aula para ser maestro. En todos los aspectos de la vida se puede y debe enseñar. La gratitud me embarga. Cómo olvidar mi infancia sin las primeras letras y la paciencia de la señorita Rosita, la vocación de enseñar y el apoyo del profesor Jaime Eduardo Jaramillo, quien cultivó en mí la afición por las ciencias, el ajedrez y la literatura soviética. A Ramón Sonnenholzner, quien sabiamente forma y seguirá formando profesionales con vocación en diversos ámbitos de la vida, porque para él la formación es integral, constante y nunca debe detenerse. El ejemplo académico del doctor Raphael Bell... En fin, el camino pone maestros que en diversos ámbitos nos guían y forman.
Creo, defiendo y considero que la única manera de devolver el agradecimiento a nuestros maestros y formadores, aparte del reconocimiento, es sembrar la semilla del saber en los demás y, que en cada paso que demos, apoyemos y defendamos la educación y a aquellos que quieran formarse.
El mundo se mueve por el aliento de un niño que va a la escuela, dice el Talmud. Sigamos moviendo el mundo promoviendo la educación, no solo la que busca el diploma, sino la que busca el desarrollo del sentido de la vocación y la búsqueda del saber, como El sembrador del monte de aquel poema, quien sembraba árboles aun sabiendo que no los vería crecer, mas sabía que las siguientes generaciones sí verían el fruto de su siembra. Hay que vivir sembrando, siempre sembrando; así terminaba aquel poema. Y termino también esta columna con un “Hay que vivir sembrando, siempre sembrando”.