¡Bienvenidos hermanos afganos!

Los ecuatorianos debemos respetar y cumplir los compromisos adquiridos en defensa de la plena vigencia de los derechos humanos’.
No sé cuántas familias provenientes de Afganistán vendrán al Ecuador. Desde ya les anticipo mi más cálida y cordial bienvenida. No he sufrido muchos días los rigores del exilio pero, los que viví resultaron suficientes para entender la plenitud del valor de la solidaridad.
¡Qué sanador de cualquier pena es recibir el amistoso afecto de quien estás conociendo por primera vez!
¡Qué gratificante ser apreciado como ser humano y recibir un tratamiento fraternal en nombre del amor compartido por las libertades o como manifestación práctica de un mandato de fe, sin que importe que lo compartas o no!
Mil más razones tendría para ir a contracorriente de un pensamiento, que ya se intuye, pletórico del mayor prejuicio de los seres humanos, ese que nos aleja de la condición de tales: el temor a lo desconocido, peor todavía cuando el fanatismo ha llevado a alguno de los compatriotas de quienes van a ser nuestros huéspedes, a realizar acciones bárbaras, para nosotros, que para ellos son la manifestación de la más profunda adhesión a su credo: la inmolación acompañada de la mayor cantidad de muertes posibles. (Qué triste debe ser matar en nombre de Dios.)
Sin duda, desde este lado del mundo, ese comportamiento merece una absoluta repulsa. (Vaya nuestro abrazo fraternal a los familiares de las víctimas.) En ese sentimiento existirá toda una gama de reacciones, con seguridad ninguna favorable a los fanáticos pero, déjenme argumentar, los que potencialmente podrían desear alojarse entre nosotros son los que huyen, los que quieren ponerse lejos de esas y de otras atrocidades.
En todo caso, es imposible siempre anticipar comportamientos, peor todavía cuando se trata, para el juicio de muchos repletos de ignorancia, incluyéndome, de casi extraterrestres.
No hemos llegado todos a “compartir un sentimiento de comunidad de destino compartido terrestre, de hijos de la Tierra; de ser ciudadanos de nuestra Tierra-patria”. Vale la pena hacerlo. Ciudadanos del mundo, al fin. Cosmopolitas. Tal cual nuestro Juan Montalvo, que enseñó: Aquel que no tiene algo de Quijote no merece el aprecio de sus semejantes.