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Gabriela Panchana | ¿Tener miedo de decir la verdad?

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No hay autoritarismo bueno, porque su germen es el complejo de insignificancia de quien ejerce el poder

Hace trescientos años Voltaire nos advirtió que es peligroso tener razón cuando el Gobierno está equivocado.

En nuestro país la gente que se atreve a expresar sus ideas, aun cuando puedan molestar al poder de turno, sabe distinguir las señales de cuándo ha empezado la etapa del escarmiento.

Los regímenes autoritarios tienen características en común, una de ellas es la demagogia, para generar rápida adhesión de la masa. Esa es la carnada que usan los populistas. Pero toda adhesión, toda aprobación, eventualmente se agota, y cuando eso ocurre, la única manera de mantener el poder de los autoritarios es la represión. En el ínterin, el inseguro gobernante intentará cooptar la mayor cantidad de funciones del Estado, para que cuando empiece a reprimir, a perseguir, a violar los derechos de quienes no se someten a su autoritarismo, no haya institucionalidad a la que acudir. Quienes hemos estado vivos y conscientes desde 2006 hasta la fecha, sabemos que así funciona. Y sabemos también que haber salido del autoritarismo que ya tenía visos totalitarios es casi un milagro, una hazaña de quienes no callamos ni dejamos de escribir, aunque nos amenacen, nos intimiden con asaltos sospechosos; nos acosen y nos espíen con el sistema de inteligencia pagado con nuestros impuestos. Así es la resistencia: libre y obstinada.

 No hay autoritarismo bueno, porque su germen es el complejo de insignificancia de quien ejerce el poder. Por eso lo que empieza como autoritarismo muta en totalitarismo.

En 2015 el hoy prófugo controlaba todas las funciones del Estado, completaría en 2017 el periodo más largo de gobierno ininterrumpido de la historia del Ecuador, con la mayor cantidad de dinero mal administrado (más de 350 mil millones de dólares), pero todo le sabía a poco. Por eso reformó ilegalmente su propia constitución, para dar vía libre a sus caprichos de monarca: la reelección indefinida; y que la comunicación fuera considerada como un servicio público, porque la ‘Ley Mordaza’ no le bastaba para silenciar a la prensa y a la ciudadanía irreverente en las redes sociales.

Antes y ahora, mi único miedo es a tener miedo.