Gabriela Panchana | La radicalidad del bien
Lo que se necesita es gente que calle la vocecita de su conciencia al comprobar que no hay consecuencias
Ante lo ocurrido esta semana con el mal llamado Consejo de Participación Ciudadana, donde la sociedad civil anticorrupción observó con incredulidad la metamorfosis de uno de sus miembros a una pieza más del engranaje ilegal y vergonzoso de los monstruos hambrientos de impunidad y sedientos de persecución, he recordado a la gran pensadora judío-alemana Hannah Arendt y su concepto denominado la banalidad del mal.
Hannah Arendt presenció y diseccionó el juicio en Jerusalén al nazi Adolf Eichmann, uno de los principales organizadores del Holocausto, quien a pesar de la atrocidad de sus crímenes no personificaba la maldad suprema, sino simplemente un tipo banal, sin pensamiento crítico ni autonomía ética. Eichmann solo era un burócrata arribista, un ser pequeño, carente de personalidad, que se expresaba con frases huecas, un funcionario intrascendente. Y, sin embargo, estuvo a cargo de organizar el transporte masivo de judíos a los campos de concentración y su exterminio, de la manera más eficiente posible. Eichmann hizo su trabajo sin odio y sin capacidad de sentirse culpable, solo era parte de un engranaje. Sin su rol y el de millones de hombres y mujeres superficiales e irreflexivos como él, el totalitarismo no habría sido viable. En otras palabras, no se necesitan millones de seres abyectos para que se cometan los crímenes más indescriptibles; no, lo que se necesita es gente que calle la vocecita de su conciencia al comprobar que no hay consecuencias, porque existen miles como él en su despacho, haciendo llamadas y moviendo expedientes, y en sus vidas cotidianas, sin motivación para cuestionarse el para qué de sus acciones.
Hasta aquí la desesperanza. Hannah Arendt nos explica que es el bien lo que puede ser radical, lo que tiene que ser profundo, responsable, motivado y firme, para que esa radicalidad del bien pueda despertar a tiempo a una sociedad que está a punto de quedar sometida a un régimen autoritario y perverso, que solo puede existir si el bien se vuelve banal.