¿Excepción o normalidad?

Su recurrente aplicación provoca en la sociedad desconfianza e incertidumbre por sus escasos resultados y perduración
Desde febrero de 2020 por la pandemia de COVID y desde 2021 como consecuencia de las masacres carcelarias, los asesinatos agravados y el incremento aluvional de la inseguridad en gran parte del territorio nacional, los dos últimos gobiernos han recurrido permanentemente a la declaratoria de estados de excepción, nacionales o territorializados, de acuerdo a la Constitución (art. 164) y a los dictámenes entregados por la Corte Constitucional. Su recurrente aplicación provoca en la sociedad desconfianza e incertidumbre por sus escasos resultados y perduración, con sus secuelas de afectación material y mental, incomunicación y minimización de la reactivación económica. Pensamos que hay un vacío constitucional para que algunos hechos concretos graves, como una epidemia letal y de gran contagio, con más de 37 mil fallecidos, la sangrienta violencia del crimen organizado, el narcoterrorismo y pánico y miedo colectivos, con más de 400 presos masacrados y 2.500 muertes violentas en lo que va de 2022, la inalcanzable reconstrucción integral del área afectada por el terremoto en Manabí el 16A, que tras 6 años solo ha avanzado 58 %; el Estado debería declarar un estado de emergencia en régimen ordinario, para resolver los problemas que se han suscitados en su totalidad en términos de urgencia, efectividad y magnitud, en que se maneje, por ejemplo, la temporalidad con otros parámetros y no con el actual fijado por la Constitución, de máximo 60 días. ¿Cómo definimos el estado de emergencia? Es un mecanismo constitucional, variante del estado de excepción, que aplica el Estado para casos muy concretos, pero destructivos y mortíferos, ocasionales, como pandemias, repuntes continuos de violencia social y criminal, inundaciones urbanas por el cambio climático, reconstrucción integral de áreas destruidas por terremotos y erupciones, entre los más destacables; que requieren prioridad nacional, inversiones inmediatas, larga movilización de la fuerza pública y la ciudadanía, y, plazos muchos más extensos y diferenciados, que deben ser calculados por especialistas de los aparatos técnicos estatales/academia y no por legisladores.