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Reflexiones de Brasilia

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La intolerancia e incapacidad de poder reconocer resultados electorales es alarmante, tanto en la derecha como en la izquierda...

El pasado 8 de enero Brasilia vio como unos cuatro millares de personas, descontentas con el resultado electoral que dio la victoria a Luiz Inácio da Silva (Lula), marcharon desde el Cuartel General del Ejército de Brasil hasta la Plaza de los Tres Poderes, donde se encuentran el Palacio de Gobierno, el Tribunal Supremo de Brasil y el Congreso. Acto seguido, y con violencia, asaltaron el Congreso, pero no pudieron avanzar mucho debido a la respuesta del ejercito, que actúo de manera proporcional para detener el asalto. El día siguiente, a los manifestantes que acampaban desde los resultados electorales a las puertas del cuartel se los dispersó. Este acto fue repudiado por todo el mundo, gobiernos de derecha e izquierda por igual, ya que realmente fue un acto repudiable contra la democracia por ponerla en duda. Aunque, seamos honestos, 4.000 personas estaban manifestándose y asaltando violentamente unos edificios, que si bien son muy importantes y cargados de simbolismo, no dejaban de estar vacíos, por lo que este acto está lejos de poder ser considerado un golpe de Estado, como muchos lo tacharon. Más bien fue un acto vandálico, luego fuera de lugar, de unos desadaptados que no pudieron tolerar los resultados electorales.

 Los ‘patriotas’, como se autodenominan los vándalos de Brasilia, llevan sin aceptar los resultados electorales desde que Lula ganó la presidencia, alegando que los estos fueron amañados para que ganase el candidato del Partido de los Trabajadores (PT), en lugar del (ahora) expresidente Jair Bolsonaro, con el que simpatizan. El hecho de que Bolsonaro haya dado paso a la transición, sin conceder la victoria a su adversario en las urnas, desde luego no ayudó. Ni tampoco que desde ese día simpatizantes suyos acampen frente a cuarteles de todo Brasil para pedir a los militares intervenir en favor de Bolsonaro, exmilitar también. Se ha intentado unir al expresidente Bolsonaro y a los vándalos con poco éxito, aunque la ambigüedad con la que los trata, si bien deja mucho que desear de un exmandatario y exgarante de la democracia brasilera, no constituye razón de conexión con estos.

Los patriotas alegan que el asalto tiene que ver más que con las elecciones, con las primeras decisiones de Lula al llegar al poder: doblarse el salario, desmontar muchas de las decisiones económicas de Bolsonaro, que habían estimulado positivamente la economía, y privatizaciones como la de Petrobras, que fue instrumental en el último mandato de Lula. Sea cual sea la razón que digan, no hay excusa para el asalto violento, ni en Brasil ni en Estados Unidos, donde en 2021 simpatizantes de Trump se tomaron el Congreso, ni en España, donde el partido Podemos también intentó asaltarlo.

La política está llevando cada vez más a sus simpatizantes a la violencia. La intolerancia e incapacidad de poder reconocer resultados electorales es alarmante, tanto en la derecha como en la izquierda, síntoma inequívoco de que la democracia está enferma. Los políticos no se cansan de repartir carnés de demócratas a quienes ellos creen afines, y de tachar de peligros para la democracia a quienes no lo son. De seguir esto así, los políticos serán el fin de la democracia, a menos que lo remedien.