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Joaquín Hernández | Nuestro mundo de ayer

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Las democracias liberales se volvieron cada vez más incapaces de responder a las demandas específicas de los ciudadanos

Es conocido el libro de ensayos de Stefan Zweig, El mundo de ayer, donde, en medio de las convulsiones de la Europa de entreguerras, daba cuenta del mundo anterior a 1914. Zweig se refería por supuesto al orden europeo iniciado a partir del Congreso de Viena de 1815, indemne, pese a todo, a la revolución de 1848 y a la derrota francesa de 1870, y vigente hasta el estallido de la Gran Guerra. En ese período, el desarrollo económico de los grandes imperios fue rampante y se creó un modo de vida que por algo se llamó ‘La belle epoque’. El optimismo fue nota característica de esas décadas, que lo digan sino las novelas de Julio Verne; las ciudades se transformaron y transformaron radicalmente a sus ciudadanos, y nada parecía más lejano que una guerra que destruyese el buen vivir de las burguesías europeas.

¿Cuál es nuestro mundo de ayer?, nos toca hoy preguntarnos a nosotros. Fue el gestado en la década de los 90 del siglo pasado con sus rasgos de optimismo, de libre mercado internacional, de globalización, de auge de las democracias liberales. Las grandes guerras internacionales parecían excluidas definitivamente del panorama mundial; a lo más conflictos locales, donde la intervención de las grandes potencias, lejos de atizar el fuego del conflicto y propagarlo, serviría para reducirlo y encontrar consensos. Consenso y libertad fueron precisamente palabras claves de dicha época. El proteccionismo impuesto por los estados en décadas anteriores fue excluido y en su lugar se creó una instancia supranacional que dirimiría en adelante las controversias de precios de los mercados. No más países en competencia por la venta de sus productos sino grandes alianzas regionales o internacionales. No al nacionalismo en suma sino a la dimensión internacional.

Hace pocos años este mundo comenzó a resquebrajarse. Las democracias liberales se volvieron cada vez más incapaces de responder a las demandas específicas de los ciudadanos. La necesidad de arraigo volvió a sentirse en un mundo demasiado confuso por el vaivén de poblaciones migrantes. Poco a poco el ‘otro’ empezó a perder su condición de interlocutor y su rostro se volvió amenazador. Al perder la confianza en un orden internacional basado en la globalización, los países comenzaron a optar por los cañones y no por la mantequilla, el autoritarismo y no la democracia. ¿Nos estamos despidiendo de ese breve orden mundial?