Joaquín Hernández: Peregrinos de esperanza
A la esperanza así entendida no le afectan las dificultades obvias de quien comprende la terrible complejidad de los humanos
El año jubilar 2025 convocado por el papa Francisco tiene como lema la esperanza. Hablar de esperanza en estos tiempos requiere una extraordinaria fuerza espiritual. El signo de la guerra está en todas partes. Pero lo que la guerra destruye junto con las vidas humanas y lugares donde el hombre habita es la seguridad, la certeza sobre lo que el futuro traerá, que hoy aparecen ausentes. No en balde la palabra resiliencia que no tiene nada que ver con la virtud teologal de la esperanza, está a la orden del día. Lo que está en juego es el futuro de la identidad humana como señalan en su libro sobre La era de la inteligencia artificial”, Henry Kissinger, Eric Schmidt y Daniel Huttenlocher: “Cuatro siglos después de la afirmación dicha por Descartes, en el horizonte se perfila una nueva cuestión: si la inteligencia artificial piensa o se acerca al pensamiento, ¿quiénes somos nosotros?”.
La esperanza cristiana no es resignación. “La esperanza” como escribía Pablo en Romanos 4,18, es “contra toda esperanza”, es decir en las condiciones más difíciles. La esperanza no se limita a señalar lo que falta, sino que también da fuerza para afrontar dificultades, como escribía recientemente en un iluminador artículo el jesuita Giovanni Cuacci en la revista La Civilta Cattolica. En dicho artículo, Cuacci muestra la escasez de textos dentro de la tradición cristiana (excepción obvia de Tomás de Aquino sobre todo), que hablan de la esperanza pero sobre todo de su ausencia en el discurso contemporáneo de la Iglesia y que la Bula papal de Francisco, ‘Spes non confundit’ , vuelve a poner en primer lugar. Hablar de la esperanza como virtud teologal, señala Cuacci, implica abandonar el discurso políticamente correcto que hace de la Iglesia católica, una ONG que en su búsqueda de consenso pierde el fuego del Espíritu y con ello, “la capacidad … de hablar de la vida eterna, de la bienaventuranza, del vínculo con los seres queridos fallecidos, de la posibilidad de una justicia que pueda resistir las constantes desilusiones que presenta la vida ordinaria. En otras palabras, se pierde la capacidad de transmitir la fuerza profética y de contestación propia del cristianismo”.
A la esperanza así entendida no le afectan las dificultades obvias de quien comprende la terrible complejidad de los seres humanos. La esperanza está relacionada directamente con las otras virtudes teologales, la fe y el amor. “La fe es una catedral arraigada en el suelo de un país. El amor es un hospital que acoge a todas las miserias del mundo. Pero sin la esperanza, todo esto no sería más que un cementerio”. Es el tema de nuestro tiempo.