Las pasiones francesas (I)

La lectura de este nuevo libro, sentía, no haría sino recorrer pasiones ya conocidas. ¿O quizá nuevas y desconocidas lecturas?
Cuando vi hace poco en el estante de una librería local el último libro publicado de Mario Vargas Llosa, Un bárbaro en París. Textos sobre la cultura francesa, confieso que no tuve mayor interés en comprarlo. Encontrarse con un libro es también motivo de encuentro o de desencuentro. En este caso, no esperaba encontrar nada nuevo que ya no hubiese sido dicho en los ensayos anteriores del novelista peruano: desde el clásico La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975); Contra viento y marea (1983); hasta El pez en el agua (1993). La lectura de este nuevo libro, sentía, no haría sino recorrer pasiones ya conocidas. ¿O quizá nuevas y desconocidas lecturas?
El libro reafirma las pasiones francesas de toda la vida del Premio Nobel peruano-español. Flaubert en primer lugar: con él surge la novela moderna gracias a que la ficción logra su autonomía por, entre otras cosas, la diferenciación entre narrador y autor. Esta cuestión fue olvidada por la mayor parte de los novelistas realistas latinoamericanos de comienzos del siglo XX, obsesionados inútilmente en volverse fotógrafos y no escritores. Curiosamente, en estos tiempos de tanta deconstrucción y muerte de los cánones literarios, esta diferenciación parece haberse perdido cuando se escucha a críticos jóvenes y no tan jóvenes, inquirir por datos biográficos de los autores como claves de los textos analizados.
En cambio, Malraux nunca fue pasión para Vargas Llosa. Lo aprecia por supuesto, más aún, lo valora frente al Sartre novelista cuyos personajes son estérilmente racionales y carecen además de sentido del humor. Pero su visión del autor de La condición humana es distante: “un espectáculo”, un digno huésped del Panteón de los Ilustres de Francia. Malraux fue más que eso, como lo mostró Jean-Francois Lyotard en su fascinante ensayo biográfico: Signé Malraux. Como Agustín, como Pascal, Malraux se debate, sea en China, España, o Francia entre dos afirmaciones fundamentales sobre la condición humana: o, “el hombre es un mísero montón de secretos o es lo que hace”. El arte, que resiste a la corrupción inevitable de los cuerpos y de las civilizaciones es uno de estos quehaceres. “Las grandes obras son toques de absoluto, bruscas epifanías del ser que nos atenazan la garganta”.