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Jorge Luis Jalil: Un legado de amor

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Francisco transformó la Iglesia con humildad, amor e inclusión. Su legado exige seguir el camino de apertura, fe y compasión

Hace poco, el mundo despidió a un hombre que marcó una época en la historia de la Iglesia. El papa Francisco, con su sencillez y su mirada puesta siempre en los más olvidados, nos enseñó que la verdadera grandeza no se mide en honores ni en poder, sino en la capacidad de amar sin condiciones. Fue un pastor cercano, un líder capaz de tender la mano a quienes más lo necesitaban, y de abrir su corazón para perdonar incluso cuando el mundo pedía castigos.

Su pontificado fue un recordatorio constante de que la Iglesia no debe ser una fortaleza inaccesible, sino un hogar para todos. Francisco nos mostró que la misericordia tiene más poder que la rigidez, y que mirar a los demás sin prejuicios es un acto de fe tanto como una oración. Su humildad -esa que lo llevó a rechazar lujos y a pedir a los fieles que lo bendigan como primeras palabras al ser elegido- será recordada como un gesto revolucionario en tiempos de orgullo desmedido.

Ahora, en medio del dolor, la Iglesia enfrenta una tarea monumental. No puede permitirse retroceder. El camino que Francisco abrió -un camino de acogida, de escucha, de inclusión- debe continuar. Hoy más que nunca, la Iglesia necesita abrazar a todos los que buscan acercarse, sin exigir perfecciones, sin mirar con desdén a quienes viven de forma distinta a la tradición.

El próximo Papa deberá encontrar el equilibrio delicado entre seguir las reformas que dieron nueva vida a la Iglesia y preservar la riqueza espiritual que durante siglos ha sostenido a millones de creyentes. Necesitamos un sucesor que entienda que el cambio no es traición, y que la tradición no es un lastre, sino un cimiento. Alguien que camine con un pie en la modernidad y otro en la eternidad.

Francisco nos deja una brújula clara: amor primero, puertas abiertas siempre, fe inquebrantable.

Que quien tome el timón del barco de Pedro sepa honrar ese legado y conducirnos, una vez más, hacia el encuentro sincero con Dios.