¿Qué agradece Quito a Borja?

¿Y puede retirarse cuando los valores que lo inspiraron, a veces desde joven, están en juego o son seriamente pisoteados?
Un político se puede retirar de la actividad proselitista, de su partido, de la política. ¿Se puede retirar de su país y de sus causas que lo llevaron, a veces desde joven, a la política? ¿Y puede retirarse cuando los valores que lo inspiraron, a veces desde joven, están en juego o son seriamente pisoteados? Rodrigo Borja, líder de la Izquierda Democrática que gobernó Ecuador de 1988 a 1992, suscita esos y otros interrogantes.
El expresidente acaba de ser condecorado en Quito, en la sesión solemne por los 488 años de su fundación, por sus aportes a la ciudad y al país. Le impusieron el Gran Collar Rumiñahui. Y esa condecoración renueva las preguntas que despierta desde 2003, cuando dijo que se retiraba de la política, tras más de 40 años de actividad en la cual fue algunas veces diputado y en cinco oportunidades candidato a la jefatura del Estado.
En realidad, Borja se retiró de las tarimas, pero mantuvo viva y activa su influencia dentro de la Izquierda Democrática. En 2006 no ocultó, en conversaciones privadas en círculos decisivos, su inclinación por la candidatura de Rafael Correa, a quien consideraba un digno representante de la social-democracia. Y con ese precedente, contribuyó, a su manera en su elección. Luego se declaró ausente del país, ajeno a todas las señales de concentración de poder, exabruptos de Correa y criminalización de las diferencias democráticas.
Nada dijo. No se inmutó ante las pruebas innegables de autoritarismo, de sometimiento de la Justicia, de casos de corrupción y atentados lacerantes contra la libertad de expresión e información. El expresidente siguió, impertérrito, ocupado en su Enciclopedia Política y en sus conferencias internacionales en las cuales hablaba de lo que fue su gobierno y la Internacional Socialista, en total desapego con las realidades del país. Lo mismo hizo en sus columnas de prensa en las cuales, sin esfuerzo aparente, encontró temas que le permitieron evadir la situación del país y las vivencias de los ciudadanos que lo llevaron al poder.
No pocos juntaron -con desdén perverso en casos- el silencio del expresidente con la presencia de un familiar y coidearios suyos en el gobierno de Correa. Su hermano, Francisco Borja, en las embajadas de Santiago de Chile primero y Washington luego. Raúl Vallejo, Alfredo Vera, Antonio Gagliardo, Nicolás Iza o Wellington Sandoval, ministros en los gabinetes del prófugo.
Borja, en una actitud incomprensible y poco digna de su pasado político, nada dijo. En absoluto contraste con el expresidente Osvaldo Hurtado. Él no solo denunció el autoritarismo del régimen, sino que dedicó parte de su actividad intelectual al análisis de ese fenómeno político que lleva a presidentes constitucionales a mutar en caudillos autocráticos. Y su mirada la extendió a los gobiernos de Chávez y Maduro, Evo Morales y Daniel Ortega.
El ejemplo de Osvaldo Hurtado conduce a otro interrogante en el caso del expresidente Borja: ¿cómo entiende el régimen republicano y democrático? ¿Qué es para él la izquierda a la que dijo adherir siempre y que lo estimula a hablar con pasión de sus relaciones personales con aquellos grandes políticos que marcaron su tiempo en Europa? ¿Olof Palme en Suecia, Bruno Kreisky en Austria, François Mitterrand en Francia o Felipe González en España?
¿Puede un político servir al país, declararse en asueto, callar ante la ignominia y luego activarse para recibir un homenaje por su labor a la capital, cuando nada dijo durante los asaltos de octubre de 2019 y junio de 2022? Esas paradojas acarrea el expresidente Borja.