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Todos aman el Estado centralista

Avatar del José Hernández

Ese Estado-centralista es una construcción ideológica-política que permite siempre, y en toda ocasión, tener por lo menos una respuesta automática: la culpa es del Estado’.

¿Quién no ha oído hablar del centralismo? ¿Del Estado centralista? ¿Quién dice no haberlo padecido? Es tan conocido y detestado ese modelo de Estado que ha suscitado corrientes políticas de descentralización, de desconcentración y una racha de consultas autonómicas. Incluso ha generado reacciones independentistas y de separatismo. Ahora vuelve a inspirar fiebre federalista que, sin embargo, no termina de cuajar.

Cualquiera, ante ese horizonte de oposición, podría pensar que ese Estado-centralista está diagnosticado bajo todas sus costuras, sus partidarios ubicados y las opciones para salir de él ampliamente debatidas. Pues no. Jaime Nebot, defensor circunstancial del federalismo, sorprende por no tener una fórmula alternativa y limitarse, otra vez, a lo que mejor sabe: pedir más plata a ese Estado que, por el perfil descrito, solo merece ser calificado de decrépito. El exalcalde ha desconcertado a interlocutores en algunas radios al afirmar que, incluso los quiteños son víctimas de ese Estado centralista, obeso, ineficiente y plagado de defectos. Es decir que los pichinchanos tienen el mismo enemigo que los guayasenses, amazónicos, esmeraldeños o azuayos.

Ese Estado-centralista tiene, entonces, una mayoría del país en su contra y, si se entiende bien, nadie sabe dónde ubicar responsables y beneficiarios. ¿Quién lo aúpa, entonces? ¿Y por qué se mantiene a pesar de haber tenido presidentes provenientes de regiones pobres, como la Amazonía, o tan férreamente críticas como Guayaquil?

¿Cómo así se mantiene ese Estado-centralista, y cómo así sigue siendo un lastre incambiado a pesar de críticas, ataques y mala fama? ¿Qué fuerza es tan poderosa en el país que sostiene tamaño disparate al punto de convertirlo, prácticamente, en un monstruo etéreo e inasible pero extraordinariamente presente en la vida del conjunto de la nación?

La conclusión más evidente es que ese Estado-centralista es el patrimonio nacional más secreto y codiciado. La perfecta coartada para políticos y también, claro, aunque no se diga, de muchos ciudadanos. Es el Papá Noel con el cual todos sueñan, el mal necesario que todos admiten y el chivo expiatorio que todos necesitan. Cumple el papel, en el imaginario colectivo, del imperialismo para la vieja izquierda o el FMI para los populistas de todo pelambre.

Ese Estado-centralista es una construcción ideológica-política que permite siempre, y en toda ocasión, tener por lo menos una respuesta automática: la culpa es del Estado. Lo dicen políticos locales o con aspiraciones nacionales que, como Nebot, hablan sin cifras. No conocen el estado de las cuentas nacionales.

Hay un paro, el pliego de peticiones se le pasa al Estado. Hay cantones y provincias sin servicios, alcaldes y prefectos hacen manifestaciones contra el Estado. Ese es el nivel máximo de su creatividad y responsabilidad. Los asambleístas son tan irresponsables que votan leyes en serie y no se preguntan cómo financiarlas. Ya verá lo que hace el Estado. Montecristi es, y aún hoy según los correístas que sacan pecho, la Constitución con más derechos en el mundo. La hicieron sin preguntarse de dónde saldría la plata para pagarlos. Todo el mundo quiere mejores servicios: ¿cuántos están dispuestos a pagarlos?

El Estado-centralista es la construcción perfecta de la irresponsabilidad nacional y del populismo más pendenciero. Eso nutre ese modelo. El ejemplo es Nebot: ahora dice, al preconizar un Estado-federal, que las provincias se queden con sus rentas, pero que las deudas nacionales las siga pagando el Estado-central. Con esa lógica, ningún modelo de Estado calza.