Correa volvió todo un chicle
Los tres correístas se benefician de lo que ayer repudiaron. Su gobierno combatió la CIDH.
Paola Pabón las presentó como “una buena noticia”. Y para ella, para Virgilio Hernández y para Christian González es así, una buena noticia: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, CIDH, dictó medidas cautelares a su favor. En ellas pide al Estado que asegure su integridad y proteja los derechos políticos de Pabón, a punto de perder la Prefectura de Pichincha. No dice, como pretenden algunos correístas, que deben ser liberados, que son inocentes o que no deben ser juzgados por sus presuntos delitos. De todas maneras, es una buena noticia para ellos porque traslada la presión a la Justicia ecuatoriana, que debe probar que tuvo razón de haberlos detenido, en forma preventiva, y de haber prolongado esa medida.
Los tres correístas se benefician de lo que ayer repudiaron. Su gobierno combatió la CIDH.
Convirtió esa guerra en una causa para el Estado y en punto de ruptura con el sistema interamericano. Rafael Correa la denostó. Se burló de sus miembros. Les dijo que eran marionetas del gran capital, servidores de intereses oscuros, peones de Washington. Los llamó burócratas internacionales desubicados. Incoherentes. Sesgados. Extremistas.
Empeñados en intervenir descaradamente en los asuntos internos de Estados soberanos. Dedicados a hacer daño a la gente que supuestamente dicen defender. Convencidos de que las “supuestas víctimas” carecen de responsabilidad. Enemigos acérrimos de los Estados progresistas y de sus autoridades. Administradores de un basurero. Los comparó con Vachagnon. Dijo que la CIDH era una comisaría de quinta categoría. Una suerte de ONG que no tiene atribuciones para dictar medidas cautelares. Que pretende convertir en vinculantes sus simples declaraciones u opiniones. Que emprende cruzadas reales o imaginarias…
Correa no solo atacó la CIDH. En Guayaquil, en la reunión de países signatarios del Pacto de San José, habló de someterla a reformas profundas. Muchas veces propuso sacarla de Washington y llevarla a Panamá o a Argentina. En definitiva, anunció que aquello que hiciera o dijera la CIDH, lo tenía sin cuidado. Y así procedió frente a esa institución de Derechos Humanos que cinco veces tomó medidas cautelares durante su gobierno.
El mismo Rafael Correa no vaciló en recurrir, por intermedio de su abogado, a esa institución, en julio de 2018, apenas supo que, en Quito, la jueza Daniella Camacho había dictado orden de detención en su contra por el secuestro de Fernando Balda. Se puede hablar, claro, de caretuquismo y de doble moral.
Pero eso no da cuenta de este fenómeno de relativismo absoluto (ético, constitucional, jurídico, económico, político) que instaló el correísmo en el país. Correa licuó instituciones, leyes, principios, valores. Todo en sus manos se volvió un chicle que se podía estirar, encoger, estropear, botar. Todo era funcional a sus intereses sin importar contradecirse. O desdecirse. Atacar la CIDH era, y es lo mismo que acudir a ella. Denostarla es lo mismo que presentar una de sus decisiones como “buena noticia”.
Correa y los suyos inauguraron la política del todo-vale. No hay en su lógica referentes éticos. No hay líneas rojas. Con ellos, hasta las palabras cambiaron de significado. Por eso no hubo cómo (y no hay cómo) hablar con ellos. Por eso Correa se volvió experto en sicología proyectiva. Decía caretucos a los otros, porque él lo era. Decía cínicos a los otros, porque él se volvió maestro en la materia. Decía corruptos, porque él sabía de lo que hablaba. Hoy, ellos celebran la CIDH: mañana, si vuelven al poder, harán lo posible para destruirla. Ya lo intentaron.