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Espejo de la generación no-futuro

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El país está descubriendo -con estupor, tristeza, impotencia y miedo- generaciones de ecuatorianos que creen encontrar en el delito una respuesta a su infortunio’.

¿Cuántos jóvenes se están muriendo en el país víctimas de la guerra de pandillas y de la lógica asesina, extorsiones y sometimiento que impone el crimen organizado? Hay en esta ola de violencia que padecen con vehemencia Guayas y Esmeraldas (pero que se extiende a Manabí, Santa Elena, El Oro, Los Ríos…) un espejo en el cual el país debe mirarse.

Esos jóvenes que se están muriendo, o provocando víctimas; esos casi niños que empiezan a aparecer en los noticieros como actores de la violencia, provienen de los sectores más postergados de la sociedad. Lo recordó, como un dato capital, William Calle, comandante de Policía de la subzona 8 de Esmeraldas en el testimonio sobrecogedor que dio en la radio FM Mundo. Por eso fue trasladado.

Los escenarios de la violencia por supuesto cambian. Pero en Esmeraldas y en otras zonas del país son sinónimos de desidia y olvido. Barrios sin agua ni luz. Sin una cancha de fútbol. Sin centros de rehabilitación para drogadictos. Sin trabajo. Sin opciones de formación técnica. Barrios donde los jóvenes tienen muy pocos alicientes para resolver a su favor los dilemas que en algún momento los atenaza: drogarse o no; ser o no delincuente.

El país está descubriendo -con estupor, tristeza, impotencia y miedo- generaciones de ecuatorianos que creen encontrar en el delito una respuesta a su infortunio. Las bandas generan un sentimiento de pertenencia y protección que en muchos casos sus miembros no conocían en sus comunidades. Y las armas y el dinero producen una sensación de poder y riqueza que neutralizan el riesgo fatal que conlleva la violencia que los atrapa.

El país incubó estas generaciones no-futuro de las cuales se habló en Colombia, particularmente en Medellín, a finales de los años ochenta, en medio de la guerra que protagonizó el narcotraficante Pablo Escobar. Una película, Rodrigo D. No-futuro, del cineasta Víctor Gaviria, las puso en escena. Jóvenes que se alquilaron a los carteles o vieron ilusamente en la droga y la violencia mecanismos llamados a reemplazar condiciones de desarrollo que nunca tuvieron.

El narcotráfico encuentra un suelo fértil para formar esos ejércitos que hoy causan pánico y zozobra incluso en los barrios donde viven sus miembros. Guayaquil y Esmeraldas (entre otras ciudades) repiten el ciclo que vivió, por ejemplo, Medellín: entre más desigualdad, más violencia.

Ecuador, isla de paz, ha vivido engañado durante décadas. Décadas creyendo que sobrevivir de espaldas a las bolsas de miseria -explanadas en casos- no trae consecuencias. Décadas pensando que el discurso populista puede contrarrestar la falta de visión, la desidia y la carencia de inversión social.

Lo que han hecho autoridades nacionales o locales, políticos de todos los bordes -bucaramismo, socialcristianismo, emepedismo, otros ismos y el correísmo-, élites empresariales, sindicales, académicas, periodísticas… es permitir que esas condiciones se vuelvan estructurales. Y que un porcentaje de la población viva en circunstancias en las cuales no distingue legalidad de delincuencia.

El narcotráfico con sus cerros de dólares llegó para aceitar esos factores. No solo encuentra, como terreno abonado, generaciones no-futuro. También una masa de ecuatorianos, de todos los estratos, deseosa de riqueza fácil. Enfrentar esos carteles, locales y extranjeros, es urgente. Pero también lo es mirarse al espejo.

Gran parte de esos jóvenes que hoy matan y mueren, que hoy se alquilan a los narcos, nacieron aquí, aquí vivieron su infancia. Son hijos del país. El espejo debe servir para enmendar todo lo que se hizo mal. O no se hizo.