Premium

¿Se puede parar la debacle nacional?

Avatar del José Hernández

El canibalismo se ha generalizado y la Justicia, paradójicamente, adquirió en 2022 un perfil doble y contradictorio

Qué desencanto. El año se cerró con un país alarmado y sobre todo desesperanzado. Motivos sobran. La COVID y la influenza siguen activas y preocupan. La inseguridad (causada por el narcotráfico y la delincuencia común) se han erigido en el problema más importante para la ciudadanía. Empleo sí hay, pero está lejos de ser suficiente. La economía sí se reactivó, pero Ecuador no creció en 2022 ni crecerá este año al ritmo que necesita para asegurar mejor calidad de vida al conjunto de sus habitantes.

Peor aún resulta el cuadro clínico-político: es tóxico y explosivo. El presidente de la República es un sobreviviente: tres veces intentó la oposición política defenestrarlo en las calles y en la Asamblea Nacional. La pugna de poderes, centrada alrededor del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, tiene a algunas instituciones sin titular: el Consejo de la Judicatura, la Superintendencia de Bancos, la Defensoría Pública, la Defensoría del Pueblo…

La fotografía del presidente de la Asamblea, Virgilio Saquicela, a fin de año en la Fiscalía es reveladora: fue a denunciar la intromisión de la Justicia en los asuntos del Legislativo. Esa foto prueba dos cosas: la política perdió la facultad de procesar sus problemas. Y la irresponsabilidad de la Asamblea es total en la desinstitucionalización sin precedentes que vive el país.

Los políticos de la oposición, que habían jurado no acatar los fallos judiciales, terminaron recurriendo a la Justicia para rechazar la acción de los mismos jueces. Eso significa que la política se quedó sin mecanismos de entendimiento y se convirtió en actor principal del naufragio institucional que la sociedad política no osa nombrar.

El canibalismo se ha generalizado y la Justicia, paradójicamente, adquirió en 2022 un perfil doble y contradictorio. Por un lado, es el último reducto al que acuden los protagonistas de las broncas nacionales. Y, por otro, es el mejor espejo de la profunda anomia que caracteriza precisamente a esas instituciones: hay jueces que, en forma temible, evitan meter a la cárcel a grandes delincuentes. O les otorgan la libertad, contrariando fallos de otros jueces. Esto ante las quejas impotentes del Consejo de la Judicatura o el lavado de manos escandaloso del titular de la Corte Nacional de Justicia. A nadie extraña, en esas circunstancias, que Diego Ordóñez, secretario nacional de Seguridad, pida públicamente a algunos entes del Estado que investiguen el patrimonio de cinco jueces.

Así, la institucionalidad en el país se ha quedado sin referentes. Salvo -quizá- la Corte Constitucional; a pesar de que arrastra los pies en temas en los que podría poner orden en el berenjenal jurídico tras el cual se parapetan abogados y jueces corruptos para favorecer a la delincuencia.

Los poderes del Estado no solo se neutralizan. La guerra planteada de todos contra todos ha creado un vacío institucional que no puede llenar el derecho. Lo tiene que hacer la buena política, llamada a generar confianza y adhesión a objetivos trascendentes para la ciudadanía.

En ese contexto, la recuperación de popularidad por parte del presidente Lasso es una buena señal. No lo es para su reelección -hablar de eso en este momento es un absoluto despropósito- sino para paliar y reversar el desangre institucional que vive el país. Es parte de su deber.

Esa mejoría -totalmente conyuntural- es, por supuesto, insuficiente. Pero muestra que la opinión nacional, legítimamente alarmada, es sensible a liderazgos que, en esta guerra de trincheras, se ejercen con sentido de responsabilidad. Esa carencia es la causa del actual desangre institucional.