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Salvar lo bello

Avatar del Juan Carlos Holguín

Un vidrio roto proyecta una idea de descuido, de desinterés, lo cual rompe los códigos de convivencia, generando una sensación de abandono.

El pasado 26 de abril, Diario Expreso publicó en su portada una fotografía que me impactó. No se trataba de una habitual imagen sobre la alarmante delincuencia, o sobre algún actor político. En la foto, tomada desde el segundo piso de una casa sobre cualquier calle capitalina, se enfocaba el hermoso cielo de un atardecer de Quito.

Pero bajo ese inconfundible azul en el ocaso resaltaba la presencia de una horrible telaraña de lo que deben haber sido más de 500 cables eléctricos, de datos o telefónicos, que conspiraban contra la belleza de la toma.

“Quito: El soterramiento de los cables de la urbe avanza a paso lento”, titulaba la nota que hacía referencia a los ‘tallarines’ de cables que están regados por todos los postes y calles de la ciudad, una problemática que se repite en casi todas las poblaciones ecuatorianas, causando efectos que no han sido analizados.

En 1969, el profesor de la Universidad de Stanford, Philip Zimpardo, hizo un experimento de comportamiento social, que posteriormente se denominó La teoría de las ventanas rotas.

Consistió en abandonar dos autos de iguales características en dos barrios de distintas realidades socioeconómicas de Estados Unidos. Aunque en un inicio se creyó que en el barrio de Palo Alto el auto permanecería intacto, mientras que en el Bronx sería vandalizado, pocas horas después de romper deliberadamente una ventana, el auto fue destruido también en el primer barrio.

¿Por qué el vidrio roto en el auto abandonado en un barrio considerado seguro puede disparar un proceso de violencia? Porque no se trata de realidades económicas, sino de las realidades sociales. Un vidrio roto proyecta una idea de descuido, de desinterés, lo cual rompe los códigos de convivencia, generando una sensación de abandono. Si alguien rompe la ventana de un edificio y no la repara, al poco tiempo estarán rotas todas las demás.

Desde un punto de vista criminológico, los expertos aseguran que las comunidades con entornos descuidados son más violentas. Cientos de cables colgando, aceras en mal estado, paredes rayadas, ciudadanos que orinan en ellas, constituyen caminos directos a la destrucción de un concepto naturalmente humano: el de la belleza.

Determinar qué es bello y qué no es para muchos pensadores uno de los mayores desafíos intelectuales.

Pitágoras y Platón elaboraron concepciones de una belleza espiritual y también de una belleza entendida como armonía y proporción.

En su libro La salvación de lo bello, el filósofo Byung Chul-Han dice que la revolución digital ha logrado alejar el nosotros del espacio. Todo es un yo egoísta, embebido, donde la conversación se acerca a una pantalla líquida, plana, transparente -de un smartphone- y nos aleja de lo bello. Estamos tan enfocados en nuestro mundo virtual, que no damos atención al entorno abandonado.

La violencia que vivimos en nuestra sociedad también puede ser entendida desde el desorden de esos cables. Vivir entre ellos nos perturba en silencio, nos aleja de la paz.

Si a la bondad, sumamos el objetivo de salvar lo bello, los ciudadanos tendríamos un país en paz, pues como decía Aristóteles, “belleza y bondad, en suma, es la virtud perfecta”.