Adviento II, por nuestro planeta
Los problemas del agua, su contaminación, amenaza permanentemente a la vida humana y a otras especies, desequilibrando la Creación...
Desde la Declaración de Derechos Humanos en 1948, poder vivir en un medio ambiente sano es un derecho humano.
En nuestra Constitución este derecho tiene una veintena de años aproximadamente y en la actualidad claramente dice que toda la población tiene derecho a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado, que garantice la sostenibilidad y el buen vivir.
Las reflexiones cristianas que nos brinda la Encíclica Laudato Si, claramente nos llevan a recordar que “no somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada. Esto permite responder a una acusación lanzada al pensamiento judío-cristiano: se ha dicho que desde el relato del Génesis, que invita a « dominar » la tierra (cf. Gn. 1,28), se favorecería la explotación salvaje de la naturaleza presentando una imagen del ser humano como dominante y destructivo. Esta no es una correcta interpretación de la Biblia como la entiende la Iglesia. Si es verdad que algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas”.
Sin embargo, vemos a nuestro alrededor cientos de formas de contaminación afectando directamente la salud, en especial la de los más pobres, provocando muertes prematuras. Los problemas del agua, su contaminación, amenaza permanentemente a la vida humana y a otras especies, desequilibrando la Creación y obstaculizando el desarrollo.
Lamentablemente, el Ecuador ha incrementado actividades extractivas, la explotación petrolífera y la minería a gran escala. Nos falta reducir emisiones de gases de efecto invernadero y fomentar energías alternativas. Se nos hará justicia a nosotros como población si se avanza en la protección.
Por olvidarnos de que las criaturas de este mundo no pueden ser consideradas un bien sin dueño, pues «son tuyas, Señor, que amas la vida» (LS), perdónanos Niño Dios.