Rafael Oyarte: La confianza en los ministros
El ministro debe ser una persona capacitada para llevar a cabo la gestión gubernamental
En Ecuador el nombramiento de los ministros es potestad exclusiva del presidente de la República, sin que requiera del apoyo o de la ratificación del Legislativo para realizarlo, tal como ocurre en la mayor parte de naciones iberoamericanas, pues son sus colaboradores directos e inmediatos, funcionarios de confianza que, por ello, son de su libre designación y remoción, cuestión que se explica al representar al jefe del Estado en la cartera a su cargo y por las atribuciones que ejercen.
Para ser ministro se debe ser ecuatoriano, pudiendo serlo un naturalizado, y gozar de derechos políticos. No hay otras exigencias constitucionales, como edad, experiencia y formación, aunque sí inhabilitaciones: no pueden acceder al cargo los parientes del presidente y del vicepresidente de la República, los contratistas y concesionarios del Estado, y los miembros de la fuerza pública. Ello se debe a que el constituyente quiso darle la mayor amplitud al jefe del Estado en esta materia.
Si el presidente de la República nombra ministro a alguien es porque confía en ese elemento, confianza que debe ser personal e intelectual. Personal, pues por sus labores el ministro conoce las confidencias del poder: el por qué se toman unas decisiones y no otras. Nada saludable sería ver a un ministro contar infidencias: como que el abogado o el médico cuente a otros las cuestiones de sus clientes o pacientes que le han entregado su confianza. Eso no es transparencia, es perfidia. Si no se está de acuerdo con el régimen se debe salir de él. Otra cosa, muy distinta, es hacer ‘mutis’ frente a delitos.
La confianza debe ser también intelectual: al ministro no se le están confiando cosas personales del jefe del Estado, sino cuestiones de interés público. El ministro debe ser una persona capacitada para llevar a cabo la gestión gubernamental, pues no se puede asesorar, peor aún representar, desde la ignorancia y la inexperiencia. No digo que todos los ministros deban ser, siempre, personas notoriamente conocidas en esos ámbitos, aunque, en principio, la reputación pública se corresponde con la realidad. De lo contrario, la Secretaría de Estado presenciará un interminable desfile de ministros de papel a quienes el cargo no les servirá ni de currículum, viendo perjudicada la causa pública.