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Roberto Aguilar: Un abogado en comisaría propia

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La manipulación del argumento de violencia política de género se ha convertido en el recurso más socorrido de funcionarias

¿A qué acusado se le niega el derecho de hablar ante el tribunal que lo procesa? A mí me lo negaron. Ocurrió en la audiencia única del caso que, por supuesta “violencia política de género”, se sigue en mi contra en el Tribunal de lo Contencioso Electoral. Tenía un par de cosas que decir sobre la pretensión de mi denunciante, la presidenta del Consejo Nacional Electoral, Diana Atamaint, de utilizar su condición de mujer como salvoconducto para exonerarse de sus obligaciones y procurarse un espacio de impunidad fuera del alcance del escrutinio público. Eduardo Carmigniani, abogado de este Diario a quien tengo la suerte de contar como representante legal en este caso, pidió al juez que se me concediera la palabra. Éste, tras consultar con el abogado de la denunciante, me la negó. “Dejo constancia de que esto es una violación del derecho a la defensa”, zanjó Carmigniani. Hoy escribo en primera persona para enunciar, al menos, lo que no se me permitió argumentar.

Arturo Cabrera, quien hasta hace poco tiempo era presidente de este mismo tribunal, es el abogado que Atamaint eligió para que la representara. Esto no tiene nada de ilegal pero sí mucho de indecoroso. Canchereando llegó Cabrera y saludó como a viejo amigo hasta al último de los amanuenses. Ya en su alegato, leyó con dificultad y profusión de errores el artículo de mi autoría, objeto de la demanda, descuajeringando el sentido de las oraciones a fuerza de cambiar de lugar los signos de puntuación. Y entendió todo al revés, claro. Donde el artículo explica con claridad que las críticas que dirijo contra Diana Atamaint son extensibles a los demás miembros del CNE, hombres y mujeres, el pobre hombre creyó entender, tras eliminar un punto seguido y colocar una coma donde no hay ninguna, exactamente lo contrario: que se individualizaba (esa es la palabra que usó) a Atamaint como objeto exclusivo de las críticas.

No es un error cualquiera. Porque si las críticas que Atamaint encuentra ofensivas se dirigen también a otras personas con independencia de su sexo, es evidente que no pueden constituir violencia política de género. Ninguna de las expresiones de mi artículo incurre en aquello que, según el Código de la Democracia, es esencial en la configuración de esa infracción, a saber: el estereotipo de género. Son críticas duras, es cierto. Durísimas, puede ser. Pero no se dirigen a la condición de mujer de la aludida. Entre tantos artículos de la ley que Arturo Cabrera citó durante su alegato (con deficiencia, como demostró Eduardo Carmigniani en su brillante intervención, inventándose un punto aparte donde sólo hay una coma y creando así su propia jurisprudencia), hubo uno que no citó, ni bien ni mal: precisamente aquel que me acusa de violar. Si lo citaba, habría tenido que identificar los estereotipos de género que me atribuye. Y ahí se le caía su tinglado, porque no hay ninguno.

La manipulación del argumento de violencia política de género se ha convertido en el recurso más socorrido de funcionarias ineficientes que no consiguen lidiar con las críticas. Como Diana Atamaint: refugiada en su condición de mujer, esquiva sus responsabilidades y dinamita el debate público. Es una conducta incivil, una cobardía deplorable y un flaco servicio a la causa de la igualdad de las mujeres en la política. Al Tribunal Contencioso Electoral, que se encuentra a punto de resolver este caso, le corresponde no proporcionar un precedente a este tipo de conductas perniciosas.